El sentido de la belleza nos extravía
James Joyce
LUCIFER EL HERMOSO
a Pedro Arturo y Lucía Estrada
Primero habría que saludar, los días son pocos para nosotros, para cada uno de nosotros entregados a la laberíntica voz de la fiesta.
Caminando desnudos de luna en luna, hurgando las casas donde habitan los fantasmas, las sombras que andan por ahí dando tumbos entre las máscaras que retardan la ira, la cobardía, el asco, el suplicio, el espanto de ser el mismo rostro escondido, la misma mirada gangrenada sin ningún otro fondo que el soberano hedor de la tumba.
Se masturba la voz de la fiesta, agota sus blasfemias mientras ve cómo se pudren los pájaros en el cielo. Se masturba la voz de la fiesta, enciende sus flemas mientras las bestias se encabritan y bailan alrededor de la hoguera, alucinadas después de rozar el falo de Dios.
Primero habría que saludar, no sea que se encolericen las doncellas y los mancebos; no sea que nos escupan el culo y nos maceren los sesos.
Bienvenidos sean pues, comienza la orgía, la calamidad que transgrede la razón de lo cotidiano. Bienvenidos sean al apocalíptico ajuste de cuentas con los días que han dejado de vivir, aquí todo será alivio calcinante, hielo conducido de la lengua al sexo que cubren sus culpas. No faltará quien se ahorque con su escapulario; quien incendie su ángel guardián con la antorcha de los desesperados.
Bienvenidos sean, pueden entrar, a ustedes los he llamado en nombre de lo inaudito, en nombre del horror, reyezuelos macabros, para que dejen salir al demonio que habita sus cuerpos; para que se resista y se ofrezca; para que se oculte y se evidencie; para que los torture de formas diferentes, definitivamente, enardecidamente desgarrando en la noche la voz de la fiesta, la voz del crimen.
Morirán conmigo en esta ceremonia y no de otra manera. Quiero decir que sólo tendrán los días que les ofrezco, los que poco a poco los sublevan. Suban conmigo al corcel negro de la dicha, conduzcan sus carrozas al gran momento del exterminio, dirijan sus cuerpos al baile de la media noche. Algún grito avisará la puerta, desnudos en el amor exigido para cada uno de los que se reconozca en el abismo y en el tejido que anuncia el imperio del naufragio.
Rompan las tablas y las leyes y los credos, envíenlos a su sitio como el poeta pregonó. Gustoso ante ustedes me presento: soy el ángel caído, Lucifer el hermoso, y pronto me van a ver al lado de mi Señor. Porque es justo y se cumple la hora, porque diré que he vuelto a las ánforas de la miel y al baño de la leche que restituye la sangre de los vencidos. Por ahora gocemos juntos esta renovación, agitemos el escarnio y liberemos la sutileza.
Bienvenidos, entren al mercado del tiempo, a la guerra que afila el viaje, al juego de los huesos robados, al sobresalto, al rosario calcinado en las manos seniles que adoran las letanías.
Ahora estamos juntos para retar a la muerte, el juicio de Dios que llega escondido en la llaga de los santos que partieron a la locura después de sacrificar su rosa y su espada. La luz de un astro girará en las entrañas de la tierra mientras amanece y nos saludan las sucias y los bastardos que han huido de las cacerías que han amontonado los siglos.
Gime la eternidad en las manos que amasan el pan y lo convierten en piedra. Duele la brújula ebria en la sien de los transeúntes que se dirigen hacia el silencio. Se inaugura la palpitación de la danza donde se debilita el compromiso con la pesadilla que el oro supuso en los corazones.
Que se pierdan los amantes y copulen sin temor en la tierra y en el mar, y que el alarido de un nacimiento asombre a las perdidas criaturas de los desiertos. Que se abran las compuertas, que se nutran los hijos de los hijos de la descendencia del trueno y que el caos engendre en su flor blanca el llanto de las cabezas extraviadas.
Yo soy el azufre cantando sus decretos, el escorpión y la venérea, el último becerro. Atiendan a mi voz que es la voz de la fiesta: al final nadie podrá ser el mismo, nadie podrá amar al mismo que amaba cuando cansado ponía sus ojos en el espejo.
Soy un ángel terrible, ironía crecida de los cielos. Mi sangre es el infatigable delirio de las naciones, mi bilis es la canción del amonestado. Me sigue quien a sí mismo se ignora, y como amo y señor lo estrangulo y le clavo agujas en el vientre. Acompaño al insomne hasta que se topa con el río; hasta que su mansedumbre se erige como la montaña.
Mi medida son los volcanes que eructan lava que incendia poblados inmensos; mi estatura es el tornado inmortal que arrasa, el sonido brutal de la tormenta. En mi miembro se columpian las once mil vírgenes que son las putas enmascaradas del próximo milenio.
En mis manos se inaugura la pesadilla del redentor, su eternidad crecida en los maderos. En mis ojos se vuelca el mundo, en mi lengua se crece el asesinato de la noche fatídica. Soy la amonestación y la cripta, la luz purulenta y el milagro.
Soy árbol donde se desgasta la serpiente, brújula maldita que atesoran los decapitados. No todos conocen mi antorcha; pocos ignoran el temor ante mis conquistas; algunos codician mi nombre, por la envidia los veré caer sobre mis pies.
Muchos padecen el eco de mi fiebre y disminuyen el paso cuando la locura tiembla en sus cerebros; cuando tropieza con sus corazones amanerados. Soy eco del eco que viene cantando la fiesta, sumatoria irreversible de los días.
Gatos y perros, turpiales y palomas, pogos y pregones, todos se acomodan a la letanía rumorosa de mi culto. Los centinelas vacíos de eslabones perdidos retroceden ante mi aliento, el fuego de mi boca les anuncia la jauría. Han venido tontos a incitar mis pactos y han sido fuertemente abofeteados, levantados del polvo y vueltos a él sin devoción.
Al fondo de toda acción turbadora una bandada de cuervos cruza y la nombra y mi risa desgasta la cruz que entró en el alma con un látigo, con una cadena y una mordaza. Mírenme como lo que soy: un destino que proclama la fuerza, la paciencia, la creación; un país donde se ejecuta la virginidad de sus hombres, una torre desde donde son arrojadas las jaculatorias que amurallaban a los penitentes cuando apenas gateaban por el Universo.
Yo convoco a la primavera para que se oxide en la garganta de la infancia; yo despierto la lucha entre mil fuegos cuando las religiones se apoderan de la carnicería; yo comulgo con la calma inmaculada que deja el cuchillo en las venas de la fe.
Entren y desorienten la orilla donde crecen las semillas de mi ánimo violento, arrójense a la aventura de su propio infierno, atrévanse y dilapiden la memoria presurosa que alimenta el pensamiento acobardado. Que se ejercite la ofrenda del delirio y de los cuerpos desnudos; que se lance contra la genuflexión el grito de diez mil delfines leprosos en la sed de la bienaventuranza.
Liberación, liberación; descubrimiento de la dosis ancestral, nacimiento azaroso de las ciudades, aurora del hombre que escala y distribuye su mirada desde la colina. Yo te nombro liberación, contradicción de la sangre que vibra en el atropello de la descendencia.
Si abro mi puño se verán los cadáveres de los dogmas antiguos, algunos respirarán por ellos y creerán que todos son partícipes de la razón impuesta por los siglos. Si saco mi lengua en la punta se enfermará el horizonte que dejaron descrito los antepasados de un mundo irreconocible. Velocidad y esquizofrenia, maniacodepresión y sinsentido, bulbo canceroso de las doctrinas que embaucan la triste moneda de los infantes.
Revienta liberación, despide el fuego que juega con la visión escrupulosa de los crepúsculos, con la flecha que me elige cuando se quiere ocultar lo que todos deberían saber, trampa desaforada que se estrella contra las fauces corruptas de los que obnubilan y contraatacan, castración constante de los ritos, bendición clamorosa que se pierde al final de las palabras.
Empútate liberación, consigue tu cargamento y avanza hacia tu cima; que se agigante tu estruendo cuando se anude a mi frente el canto sidoso, el suicidio del horizonte; desata la bandera que ondea en la conciencia, relaja la figura que se altera junto a los deshabitados.
AYARDA
Estás tú. Estoy yo.
Y lo que la noche esconde en el oído.
Rosamel del Valle
I
El sonido del piano, la curva del cristal sobre la marea. Anatema, despropósito, consternación. Ayarda, liquen fracturado arremetiendo contra la concentración de los cazadores. Vino escanciado en el verbo que no se piensa y fluye contra y a favor del tiempo, intención abierta al color púrpura de la cópula.
Rostro milenario, círculo de ópalo donde se bautizan las cabezas crecidas de los demonios; génesis, canción estremecida de las hogueras que se repite en la memoria, nombre sin aspecto, esfinge, Ayarda, manantial donde se aproxima el cuerpo de las matanzas.
Ayarda, filo del alma acaecido en los templos del invierno; tú, corazón que se adelanta a la súplica y al lamento, tú, labios como respuesta que amparan mis meses amontonados a medianoche; Ayarda... Ayarda... Ayarda...
Libertad y límite, horizonte crecido que interroga al demiurgo, capital de mi sexo, Senda continental que atraviesan mis manos después de la sed. Todo es viento encarnado en la ausencia, actitud de sol cuajado en la pasión. Todo es destino inmarcesible que cobija tu vientre.
La ilusión de una noche con tu boca camina sobre mi pecho, tus labios como trompetas de ángel colérico, tus ojos como cacería de tigres al despuntar el alba. No me aflijas, Ayarda, no me arranques el calor de tu higo, no me corrompas con otra danza en medio del alcohol.
Tú y yo somos estación visionaria al otro lado de la ira, somos cálculo y conquista de cielo, asumiendo su muerte callada al compás de la entrega. Tú y yo somos diálogo serenizado y descubrimiento, ceniza en el cáliz del deseo, lenguaje mineral, semilla y ciudad que se empinan hacia la luz de los desnudos.
Cuando el ejercicio de nuestras corrientes subterráneas estuvo en función de la duda, Ayarda, mi corazón fraccionó su canto, alertó mi espíritu habitante de las montañas, visitante perpetuo del mar y sus dimensiones. Desde ese campanazo inclemente se aposentaron en mí las lágrimas y el deber ser abatido.
¡Vamos, estoy en el culmen de tus pasos, arrójate! Ven hacia tu beso de barro, gárgola, poniente, aquí también es noble la presencia de lo inédito, aquí también se acostumbra el perdón, Ayarda.
II
Después de hurtarle al silencio un gemido, después de amar la razón sencilla de las cosas, la luna se despide debajo de la tierra; las canciones se agolpan en el estrepitoso irse del ser que cambia de mundo, que accede a volver a nacer en los instantes trágicos y sin poder dormir.
Las desviaciones, los conjuros, las orgías, todo se derrama en ti, Ayarda, todo es un fin inmediato acaecido en el dolor; pero al mismo tiempo alegre memoria del sentido que mueve las cosas. Has edificado la civilización de tu pecho, Ayarda, has construido el milagro para hacer lo que quieras.
Pensarte es actuar en manos de la resurrección, Ayarda, agigantar el paso para empresas inimaginables. Acertar con la flecha el recorrido de los grandes hombres que observaron en su genialidad que el caos tiene un orden y todo lo que a voluntad se mueve, también está dispuesto desde el principio.
La arena donde los astros se empinan está escrita en tu mano, Ayarda, un beso que desconoces abrirá el sol, la tarde donde bebe su agua la golondrina. Nada en mi saliva, con mi anguila siniestra, en mi nombre de olas, con mi cadáver de sal.
En la biografía de mi espíritu está el lenguaje que te hace virgen, Ayarda, en la cadena que desnuda la medianoche. De fácil acercamiento al mundo, de torpe mirada para su arcano, así voy alzando en mi frente la estrella que te dio el júbilo, así voy levantando en mi brazo la cruz que te comulga cada verano cuando se aparean los tigres.
Somos muchos en la esfera de lo dicho; muchos para incendiar la noche y fundar la realidad. Pero una sola molécula de alas y el mundo se encabrita por los campos como una idea despegando del suelo.
Ayarda, abre en tu luz la nueva conducta para los mortales, descubre en tu pupila de sol nocturno el camino para los penitentes, rompe las tablas y di tu palabra preñada de victorias; que el cielo ejecute su travesía, Ayarda, que las cosas inútiles no superen nuestra sabiduría, que sólo demos lo que ya es nuestro.
RIANDA ZEAN
I
Si amaras como aman los milagros de la civilización que anudas a tu memoria, creerías en la herida descrita por las horas de una cacería inconclusa. Creerías en las fiestas abatidas, en todo lo que nos falta; en la huella sangrante de la luz, en el cráneo vacío y en la lengua anónima de la tierra. Si así fuera creerías en el olvido de la música que arrebata el pulso andrajoso de los mares, en el espanto del aventurero que encontró una humanidad naciente más allá del siglo que lo vio partir. Creerías en el espejo que te repite con preguntas tenues el desafío para tu sexo, el laberinto para tu voz. Conozco la asfixia y el tiempo del deseo contra la nada; el crimen está en no seguir la línea que cruza nuestro costado; nuestra tormenta se hace de no aceptar nuestra propia tormenta. Sé de tu piel y es como si volviera el cielo de la infancia, es como si leyendas ocultas aparecieran para elegirnos en el acto misterioso de la risa. Acecho la percusión de tus senos, el claroscuro de tus orillas, la batalla que sólo ofrece su propio silencio, su ausencia, su sombra. Sólo podemos dar lo que ya nos pertenece. Cuando se abren las manos al miedo y a la fatiga, el invierno que somos revienta en soles de libertad incesante.
II
Todos y no siempre de la mejor manera cruzamos el ancho mar en nuestra barca alucinada. Pero no basta con pensarlo: la muerte que se vive es la muerte que se espera. El decir de lo muerto nos asiste cuando la palabra cruza el polvo de las generaciones para caer en nuestro pecho. No hacer que el silencio se acomode a nuestra estatura es asumir la realidad, la maravilla si se quiere, mas en cada escalón se pierde y se gana la vida. Comparecer por nuestra mano ante el abismo no es cosa de ir pidiendo asilo a las tumbas. Hay quien predica la caída y al mismo tiempo ejercita sus alas. Vivo y no exagero. Acumulo la llama de mis cimas y destilo la torcedura en las páginas de mi sueño. Tuyo es mi cáliz, tuya la fuerza de mi semilla. La carne que se aferra a las paredes alguna vez fue camino, ascenso y porvenir, gruta luminosa, brindis perpetuo. Ahora espera para no esperar más, ausculta la música petrificada y es casi muro, cal que orinan los adolescentes. Visítame de vez en cuando y alíviame de la sed, destierra la labor infantil que olvida ver como si se pensara, defiende la libertad que todos velan.
III
Desatar el poema. Para que todo marche y vaya y vuelva se necesitan tus manos. El súbito presagio también nos acerca al rito y a la máscara; hablar de nuestra casa es lo que quisiera. Escucha, una flor de agua se yergue en mi alma y más que dormir en el secreto, lo que hago es reunir los asuntos del amor y guardarlos para ti mientras la ciudad se acostumbra a la derrota, a la falta de deseo. Alabada tú que caíste en estado de poesía. Princesa que devuelves mi espíritu y la palabra. Mas quizá de nada sirva cuando se sepa que con mirarme dices lo que los años ya han dicho desde el principio. Quizá no haya principio, tal vez no exista final. Si es así, felices los felices por siempre y no demores contra mi cuerpo tu eternidad.
CLAMIDIA
Aquel día llegué al correo y vi un pequeño sobre. Era una nota con el nombre completo que no reconocí. Lo único que terminamos por reconocer completamente es el propio infierno y el deseo incesante de recuperar la humanidad que aún pertenece al paraíso; no supe quien eras. Caminé feliz por el encuentro con una escritura secreta que dejaba ver su intención de recordar y seguir adelante. Imaginé, representé, traduje, inventé de nuevo el caligrama de algún rostro; sólo cuando ya me veía dispuesto a la derrota, reconocí el perfume, el tono, tu brevedad.
Decías que estabas cansada, que habías recibido mis recados, que ojalá todo saliera muy bien, que fuera feliz todo el año. Entonces decidí llamarte, fundar el diálogo que nos quitó la vida apresurada de la juventud, tan hermosa y vacilante. Y así acordamos escribir, recuperar el tránsito epistolar que se sucedía en los países lejanos, en las historias del enamoramiento viajero. Entonces cumplo y te consigno en secreto lo que algún día será tesoro de algún adolescente digno y con horizontes. Dejo ante ti la gran senda que citarán aquellos que no alcancen a levantar su oro en tiempos de cosecha. Los esclavos de su propia incertidumbre. Los que olvidan el origen del mundo y el nacimiento del hombre.
Deja atrás las noches en que no podías visitar tu propia casa, la noche que se edificaba sobre los seres que vagaban como un himno destruido. Ven, caminemos juntos. Tomemos el té, crucemos el sueño y la inmortalidad y la muerte; encarnemos el abrazo, la llama que se escurre en los atardeceres, la tinta que dibuja la resurrección y el eterno volver y la familia y el imperio. Yo no quisiera dejar que se fuera este mapa aunque te pertenece, por eso voy hilando signo a signo la madrugada que te esconde y te revela, la máscara que te recibe y te violenta. Voy tejiendo el concilio de tu aliento, de tu guerra serena con el mundo. Tu oración que te cubre toda de estrellas y te descubre el sonido del caracol, del aguijón y de la niebla; la señal del mantra del cielo, la inscripción que han dejado en la puerta del tiempo los ángeles caídos que ungen tus pies.
Yo también me veré eternamente exhausto por tener en mi tierra la herida del rayo. La piedra se estaciona hasta que el temblor la mortifica, entonces recobra su alma y por sí misma sube a la cumbre de la montaña; temblor, sismo fantasmal, mujer, templo de aceite de llanto, antología de astromelias, caos y arpón. Aquí voy de nuevo pronosticando el final de las cosas pequeñas: todas para ti. En ellas la gran sabiduría, y en tus ojos la aventura estridente de un nuevo y erguido dios. Aquí estoy sentándome como cicatriz de la piedra, cruz, sangre afilada, látigo o palabra en la raíz que es movimiento sin tregua, lámpara para encontrarte.
Yo acudí a la oscuridad contigo, ¿lo recuerdas? Y casi salimos cogidos de la mano. No recuerdo los diálogos, pero sé que estuvimos juntos y te vi desde que el mundo era habitado por la amonestación y el asombro. Tenías el cabello hasta los hombros; siempre en silencio observando cómo los hombres se aman como si supieran quienes son. Fuimos a cine. Caminamos por las calles preguntando al mundo si ha sido creado o espera a su creador. Luego te encontré en la sala de la biblioteca, con una copa de vino, con el cabello a la espalda, más hermosa que la felicidad misma de haberte visto.
No sabía que de vez en cuando me pensabas. Heidegger decía que pensar es amar, y Johannes Bobrowski escribió que donde no hay amor, no debemos pronunciar la palabra. ¿Sabes? La palabra es un puente que nos une y nos separa al mismo tiempo. He estado escribiendo en estos días, además he estado solo; pero asisto a mi soledad en la poesía. Por ahora te envío una carta, una esperanza, una trampa para que el tiempo nos permita una tarde. Sé que tienes tus manos en otra casa y que en ellas comen los pájaros que el sur no puede recibir. Soy ave de herida de canto y ceniza, mis ojos traspasan las cosas buscando tu loto, la túnica que cubrirá la muerte mientras el ángel nos reúna; la puerta endemoniada que evita el refugio y nos obliga a perder nuestro abrazo de nuevo.
Ha llovido y el sol se cansa de tanto descanso; los días se van haciendo memoria y olvido en la medida en que nosotros nos hacemos a nosotros mismos, moldeando la arcilla que habitará el aliento del ser que finalmente amaremos, el que nos muestre la batalla incesante del espíritu que busca libertad, el que nos arrojará al mar hasta que seamos capaces de caminar sobre las aguas; es decir, de soportar la mirada de la mujer que nos ama. La mujer que no pregunta porque sabe. La mujer que mirando los demás planetas y el sol, alcanza a ver su propio cuerpo, tierra, madre a la que vuelve aquella escritura que los hombres ordenan en el polvo y la luz.
Aquí estoy de nuevo pidiendo un relámpago de licor de guayacán que te acerque hasta mi alcoba. Una palabra que te nombre nombrando tu nombre y te acerque como la mujer que ha de venir. Sé que andas ocupada leyendo el polen y el viento; pero no renuncio a que esta vez tu mano esté con la mía sembrando el árbol silencioso y capaz.
jueves, 15 de octubre de 2009
Suscribirse a:
Enviar comentarios (Atom)
Víctor, una vez más y para siempre, gracias por este poema fundamental, revelador y rebelador. Un abrazo fraterno de Lucía y mío.
ResponderEliminarOrganicemos una cabalgata con los cuatro jinetes del apocalipsis y mientras tanto gocemos el éxtasis y la agonía del enamoramiento.
ResponderEliminar