martes, 8 de diciembre de 2009

LA PALABRA DEL HOMBRE

Las dimensiones de la palabra se presentan en los ámbitos del sentido y fundan en el hombre cuerpo, realidad y mundo. La palabra es generada desde la imitación, se articula desde la profundidad del sonido; pero luego se abisma en el significado, en la polivalencia de lo semánticamente ocurrido y por ocurrir en los estados de lo que marcha.

El silencio es fuente que no declina, arremete vigilante ante el espíritu lingüístico y lo pone a prueba y lo aprueba. El silencio corrobora la función de la palabra, su conocimiento. Desmantela la metáfora y la induce a la lógica; pero al mismo tiempo desarticula la función lógica y la vuelve representación simbólica, mito, fiesta.

La palabra danzante origina el canto del hombre libre, lo orienta y lo determina. El uso de la palabra pone al hombre en la cima de las posibilidades de la naturaleza que, inmanente, observa la trascendencia de su hijo aplicado y dominador.

La palabra debe sangrar, debe ajustar cuentas con la trama en la que el hombre acostumbrado se ha involucrado desde la manifestación de su razón. La palabra debe ser un ejercicio de liberación, mas no de poder que limita la palabra del otro, su silencio.

El orden simbólico de lo que acaece, es decir, el mundo que se desarrolla en las consideraciones figurativas de la palabra, debe ser observado para posibilitar el acercamiento a un uso de manera clara, no desmitificadora. Esto es, con una conciencia que no frustre las emancipaciones del terreno de lo misterioso, de lo secreto.

Debemos nombrar el mundo para hacerlo nuestro, y, por lo tanto, acudir a la razón íntima que nos habita para acontecer en el orden propio y así lograr la escucha del otro. Porque es en el otro que nuestras palabras cobran vigencia, alteridad.

Poner en común interpretaciones variadas de lo que ocurre no es estar de acuerdo, ni siquiera compartir el mensaje directo, tal y como nos llega. Es crear un mundo que media, el mundo del diálogo, de la comunicación y la transmisión de la vida acontecida y soñada.

La palabra debe acontecer en el territorio de la vida vivida y debe llevarnos a una nueva forma de evidenciar el acto común de los hombres que aprenden de sí mismos y de la realidad. La palabra es denuncia, es detonante, es espejismo y simulacro. Por esto la palabra debe estar cargada de voluntad de crear, de mundos posibles.

En la palabra el hombre acude al origen, lo visita y lo comprende, luego se detiene en el acontecimiento que está en el presente y se fuga hacia el futuro, a construir su nuevo lenguaje, a ampliar su realidad.

Es por la palabra que el hombre tiene memoria del mundo, es de su acción dialógica que el hombre activa la razón de su ser y de su habitar. Es por la conciencia dadora de significado, por la palabra engendradora de participación entre los seres, que la visión de las cosas está cargada de condición creadora.

El hombre acontece en el lenguaje y la palabra es su andamiaje, su permanencia y evolución. Aquel que no tiene palabra no tiene mundo, en la medida de la representación y la adjudicación de la vida constante de los sujetos que habitan al sujeto que camina al ritmo de lo verbal.

Sin embargo, está el lenguaje de la proxemia, la kinésica, las estésias, que nos formulan en un ámbito gestual que colma la soberana urdimbre de los silencios que la palabra permite; esto es, el silencio que adjudica la acción misma de la palabra.

El gesto debe dar la entrada al sistema verbal, debe acompañar al habla. Lo que se dice debe ir de la mano de lo que gesticula, de la magnificencia de lo corporal, de la manifestación de la máquina que nutre el espíritu de lo humano.

La palabra es poiesis, es factum, es pathos, physis y episteme. La palabra es traducción, es sistema abierto e indeterminado que debe volar al sin fin de los días del hombre que intercede por la insensatez con gemidos que se pierden en la distancia. Su hálito es majestuosa dinámica de creación, de hecho, de padecimiento, naturaleza y conocimiento. La palabra nos libera del cadalso malsano de la ignorancia.

Los hombres son comunes, pero en la palabra acuden a un nuevo orden de identificación con lo eterno, que no es otra cosa que el hoy donde se construye la conciencia del lenguaje, del mundo.

La palabra es arraigo, locura, desenfreno. Al punto que nos dirijamos no será sin nuestro consentimiento. Con la palabra debemos tener atención, no distraernos. Aunque el accidente nos procura una alternativa, nos dirige a la claridad que debemos establecer en el camino. La palabra que es ese camino que nos nombra en el juego de lo existente.

El camino de la palabra está dirigido a la otredad, a la liturgia de la acción dialógica, de la simbolización que desenfrena el canto y el mostrar y el decir y la articulación cercana entre los seres. El diálogo debe estar de la mano de la comprensión, de la interpretación y de la aplicación que conllevan a un mundo compartido y fulgurante que desarrolla las voliciones de la subjetividad.

La subjetividad no debe ser arrojada al diálogo con predeterminaciones que sujeten la libertad y el devenir de éste. El diálogo es una construcción, una arquitectura de signos y símbolos y metáforas y conceptos. El diálogo debe nutrir las equivocaciones pues para eso somos libres, para romper el equilibrio de lo sujeto y errar y cometer equívocos que de alguna manera deben ser detectados para crecer.

El error es negar que estamos llenos de errores, como la visión determinista de los días que no nutren el diálogo sino la guerra y la estupefacción de un mundo miserable y decadente.

Las banderas de la palabra deben desplegarse, asumir su misión de encontrar vínculos entre los hombres. Acudamos al diálogo, sumémonos a la encrucijada de las interpretaciones que copulan para dejar en claro que la verdad es múltiple y nunca definitiva.