viernes, 30 de abril de 2010

EL DIOS MULTIMILLONARIO

Rodando
La bola de nieve
Crece

Atomo Onemaru

Este título sugiere muchas cosas y al mismo tiempo no dice nada, y lleva por epígrafe las palabras de un oriental; supone que habría de hablar de algo verdaderamente interesante y al mismo tiempo desconocido para nosotros, asediados de Dios y civilizados a la usanza occidental.

Un dios que es multimillonario no necesariamente es el dios que tiene muchos euros o dólares. Sin embargo, y como lo propone el epígrafe, es un dios que rodando ha tomado un gran tamaño y por eso a todos compete. Ahora bien, si es a todos, quizá es a ninguno.

Este dios, es un dios común, un dios asentado en el lenguaje. No el que usa lenguaje, sino el que lo hace, como lo decreta Gadamer. Y como todos lo advertirán me asaltarán los prejuicios. Tradicionalmente el prejuicio ha sido algo negativo: nos obliga a nosotros mismos y no nos deja escuchar. Nos impone ante los otros. Pero hay un prejuicio positivo: el de no desconocer nuestra historia.

Nuestra historia ha batallado, ha desentrañado lo oculto y nos ha puesto al filo de la navaja. Pero siempre hay algo nuevo. De allí el dios que nos convoca, el dios de los descubrimientos, del asombro, de la maravilla.

En el momento de establecer un diálogo, está la capacidad de lectura, que además de dejar hablar, y hablo con Gadamer, nos obliga a ese mismo hecho; es decir, al habla. Como nos lo dice Heidegger, hablamos por naturaleza, y eso quiere decir que hablamos despiertos y en sueños, y que hablamos cuando callamos. En otras palabras, hablar no sólo es un acontecimiento verbal. Aunque su cima es la palabra. En silencio, ese imposible, hablamos también.

Dialogar es escuchar, saber oír, y eso quiere decir, hundirnos en el otro y en nosotros al igual. La otredad se da afuera y dentro de nosotros. Dialogar también es pensar.

Si somos unidad, también multiplicidad, y es una idea heredada de los presocráticos, que estaban más en la naturaleza, en el cosmos, que en la psyché. Pero eso nos muestra, o quizá nos dice, que lo que ellos hacían, más que una física, era un ejercicio de comprensión. O sea, dialogar con lo existente, interrogarse por lo que se ve y se presume.

Y ese es el hecho que nos trae aquí: la comprensión, es decir, el diálogo. Mismo que está instaurado, en la medida de estar dispuestos a él, y que estará encaminado a hacerse. El diálogo es un lugar que habita el tiempo de lo presente, el tiempo del kairós, del devenir. Pero que busca mirar atrás y también proyectar.

El diálogo es tiempo abierto y es lucha constante contra lo que representamos; pero al mismo tiempo crecimiento imponente de eso que somos. Dialogar es abismarse y, si creemos en la falta de fundamento de esto mismo, debemos escuchar a Nietzsche cuando sentencia que al que le gustan los abismos debería tener alas.

Somos un diálogo inconcluso, hablando con Blanchot. Somos una mirada plural y un oído que mira constantemente y que ciertamente nos gobierna. Porque estamos sumidos en la lengua. Que somos lenguaje, es algo que por ahora no se discute; que debemos ir más allá de él –aunque sumidos en su mundo-, es cosa que algunos pretenden.

¿Qué es la ausencia de lenguaje en un animal? Quizá la ausencia de sí mismo. Acaso el animal se pregunta: ¿qué hago aquí? ¿Quién soy? ¿De dónde vengo? ¿Tengo una misión en el mundo? ¿Cuál? Un lenguaje sin reflexión no es lenguaje. De ahí el lenguaje casa del hombre como lo propone Heidegger. De ahí el que pensemos en nosotros mismos; el que tomemos decisiones; el que construyamos un carácter.

De ahí nuestra concreción expandida: del pensar, del argumentar e interpretar lo que el mundo ofrece y lo que el movimiento de nuestras sensaciones y percepciones representan. Quizá por esto el logos, razón y palabra, nos obliga ir un paso más adelante. Pero nada más. El dominio y la barbarie son para nuestro interior. Lo otro es comunión.

José Manuel Arango, el poeta y maestro siguiendo al Gorgias griego, escribe un bello poema: Del Camino: No hay camino, dijo el maestro.//Y si acaso hubiera un camino/nadie podría hallarlo.//Y si alguien por ventura lo hallara/no podría enseñarlo a otro. Él mismo nos dice en el video La Humildad del Jardinero, hablando de los sordomudos, que quizá los hombres que no tienen palabra sean como animalitos. Tal vez enfrentando la frase de Octavio Paz: el hombre es un ser de palabras. A su vez leída en Aristóteles: el hombre es un ser dotado de logos. Y es eso precisamente lo que llega a diferenciar una reacción instintiva de una acción intuitiva. La escritura que nos identifica como seres históricos, políticos, religiosos y, de mayor envergadura, como seres estéticos.

El espíritu del diálogo –que es otra escritura-, es intuición y argumento. Es declarar las diferencias y no sólo llegar a acuerdos (de alguna manera los acuerdos nos sostienen en el error). Un diálogo, uno verdadero, es aletheia, revelación. Mas no función que mata el enigma. Pues, como lo decía Borges (o el otro), es necesario el engaño, de otra forma el diálogo sería difícil.

El engaño al que Borges se refería, era un engaño humano, mas no del carácter del que tima o roba un sentido, o quiere ver caer en la trampa al que lo acompaña en las palabras. Esto es: engañar es alegrarse de ponernos en los deberes de la lengua, en la múltiple y equívoca interpretación de lo que decimos. Es hacer ver que el otro, y nosotros mismos, somos funámbulos que ignoramos qué cuerda nos sostiene.

En el diálogo está expuesta nuestra humanidad, y ésta es una cifra intraducible, una coordenada que, si bien nos ha sostenido en una serie de certezas que nos centran, nos arriesga y nos convoca al peligro. Y eso está bien, ya que sin conflicto fracasaríamos.

Ahora bien, hemos construido un sistema de convivencia que intenta, a través de un ethos, la consonancia y la armonía. Una vida tranquila y feliz. Pero hemos dejado a la mano de las sociedades institucionalizadas esa premisa de una redención de nuestras pesadillas y pesadumbres, de nuestros accesos a la destrucción que acrecienta el canto final.

Cuando apologizo sobre el diálogo, no estoy adscribiendo un sistema de nueva ciudad, de experiencia iluminada. Creo que es el diálogo el que nos permitirá, no entrar en un orden común y positivo, sino en la discrepancia y el malentendido. Y es por fortuna del malentendido que tenemos argumentos y capacidad de crear pensamiento, que, como lo dije al inicio, es crear lenguaje.

Atrevámonos a hacer lenguaje, acudamos al ejercicio de lo humano, accedamos al diálogo, a la palabra. Eso sí, dejando en claro que no lograremos un sistema común y como algunos pretenden, definitivo de convivencia, mas si una comprensión que nos instaurará como un planeta abierto a las diferencias y al deceso de las armas.