lunes, 2 de mayo de 2011

CARTA DE DAVID ESTEBAN ZULUAGA A TATUAJES DE VIENTO

Tatuajes de viento o el libro del lugar oscuro

Nunca oíste pasar el viento.
El viento sólo habla del viento.
Lo que oíste es mentira.
Y la mentira está en ti.


Fernando Pessoa


--Mira-dice la joven al niño--, Gordi sabe caminar…
Camine pues. Y le mueve con un ritmo que atrapa los
Pies de tela al muñeco.

--También da la mano… haber, Gordi, dele la mano al
Niño. Y coloca la mano estampada del muñeco frente al
Niño, que con la vivacidad de un conquistador, la acepta
y, sin soltarla, pide a la joven:

Dígale que respire.

Víctor Raúl Jaramillo



Ramambrú-Simandra-Actara fue el primer nombre que hace ya casi una década, previo a los buenos días, pronuncio Víctor Raúl Jaramillo ante un grupo de ordinarios filosofastros; fue el primer nombre, el único nombre, el nombre del poeta del lugar oscuro de la oscuridad total. Víctor fue, entonces, el poeta del lugar oscuro, mas no, y esto se consideró con el tiempo, un poeta oscuro.

La poesía de Víctor es introspección, un ir hacia sí mismo y revisar-se, un iluminarse que redunda, en última instancia, en el otro, pues: ¿qué es uno mismo sino el reflejo del otro? Y ¿qué es el otro sino el lugar oscuro, la oscuridad total, el lugar de Ramambrú-Simandra-Actara? El otro es el lugar oscuro, es nuestro reflejo; Víctor, conociendo esto, se desnuda, se muestra, se patentiza, mas, ¿quién de manera decidida se reconoce en un cuerpo desnudo, sin accesorios, sin afables fragancias?

De ahí, que al pie de la ventana que se abre para Víctor Manuel Jaramillo, en los primeros años de la década de los 90, Víctor Raúl dibuje en Tatuajes de viento la huella imborrable de quien se ha amado profundamente y que sin más el viento ha sabido arrancar deprisa, disponiendo, al mismo tiempo de una actitud para la guerra.

¿Qué es lo que hay que atesorar entonces?, ¿qué es lo que en última instancia queda? El hombre no es otra cosa más que soledad, soledad que induce a la búsqueda temerosa o codiciosa de una verdad, que como dice el propio Víctor, se esfuma, haciéndose, en efecto, irreconocible. La verdad está reservada para la inocencia, “[…] por eso los hombres han abandonado la búsqueda de la verdad y mirando al cielo esperan la señal del fuego, para lanzarse a las calles a recibir la lluvia de plumas de ángel oscuro y orar a su nuevo dios que desciende como una gota de sangre hasta ellos” (Pág. 13)

No obstante, aun hoy que se ve en el cielo la señal del fuego, el hombre no se lanza por las migajas de verdad ni ora por un nuevo dios. El hombre no se apropia de nada. Teme perderse. Tatuajes de viento es un llamado al orden sin uniformidades, al orden del que todo mana, es un vitalismo que reposa en el coruscante fulgor de lo latente a la espera de ser nombrado; es la esperanza de que el hombre se desesperance de las verdades petrificadas por la literalidad de nuestro lenguaje. Tatuajes de viento es reencarnación sin guturales, es el ejercicio mismo del pensar, es el instante previo al canto.

Por eso es un tronar polivalente que demarca el camino de uno mismo a partir del otro, su canto es el reconocimiento del otro que, huye temeroso de las otras miradas; los hombres son, en gran medida, reflejo y sombra de lo que es uno mismo, por eso para Víctor Raúl el hombre debe brindar consigo mismo y después marcharse.

De ahí que sea necesario cegar los ojos y ver hacia adentro. De ahí que sea necesario apaciguar los soles de la verdad: ¿qué hay por decir cuando ya los soles están en nuestras manos? El hombre está sediento de sabiduría y para conseguirla necesita beber del agua de la incertidumbre, es decir de sí mismo.

Víctor concibe el palpitar de un mundo vivo, re-crea las palabras, las aviva y enuncia el clamor entrañable del hombre que quiere vivir, sin embargo y como enuncia él mismo, “[…] sólo el día en que ese hombre no salga de su hueco dispuesto a luchar contra el anonimato, y que en toda la ciudad se sienta una rara tranquilidad, será reconocida su existencia [más aún] ¿de qué podría servirle a un muerto el reconocimiento entre los vivos?”

Tatuajes de viento, activa y acentúa la imagen del hombre como ser perfecto, sin embargo, al modo de Mónica Cavallé su perfección radica en la constante ambivalencia de lo humano, en el movimiento pendular del hombre que oscila entre el pathos y el logos, es decir, entre el sufrimiento existencial y la inteligencia que ordena y armoniza la vida. De ahí que sus perspectivas se desvelen en torno a la muerte, al conocimiento, a la incertidumbre, al arte, a la inquieta infancia, a la soledad, el miedo, el sexo, a un hombre que se convierte en verdad, al margen de la Verdad.

Lo singular del libro es que al modo de un atento espectador, Víctor parece ver en detalle lo que acontece. En ese sentido, la muerte, la infancia, la incertidumbre, no son en abstracto, sino la muerte que cada uno de nosotros en algún momento ha visto o verá aparecer ante sus ojos “en una carroza de huesos” y a la espera de su acompañante. La memoria, ese segundo antes de la desdicha y la incertidumbre el derecho a ser de nuevo infantes.

El libro se presenta como una puerta al mundo, permite rediseñar el domo de cristal monocromático en que vivimos, muestra la policromía y al mismo tiempo la polifonía del mismo, desvirtúa la verdad como sinónimo de sabiduría. Acentúa el poder de la palabra, es poesía viva que pluraliza el mundo y que al mismo tiempo revela su pluralidad, Tatuajes de Viento es, en este sentido, un libro para iniciados.

De este modo y sabiendo que “hay antiguos rumbos dispuestos para el poema” se entrega el libro, reflejo de nuestra pálida existencia, para que cada uno lea en él la posibilidad de aventurase a un renovado caminar, que al margen de la Verdad de todos los soles, se muestre para cada uno de nosotros, sensatamente.


A Víctor, Gracias.

David E. Zuluaga M.
Nov. 25 de 2010