martes, 25 de agosto de 2009

TATUAJES DE VIENTO


Al pie de una ventana para
Víctor Manuel Jaramillo

A Miryam,
A Fabiola,
A Clara.


Entra, siéntate; pon tu rostro en alto y trata de no incomodar a nadie con la mirada. No permitas que la voz de tu alma se apropie del perdón ni dispongas tu actitud para la guerra. Trata de olvidar por siempre los momentos en que nuestros cuerpos se calentaban en el jardín, mientras veíamos cómo el cielo se hinchaba tras las cortinas del sol. No refresques esa manera apasionada de odiarnos; no vuelvas a amar con ese desenfreno. Deja que la laxitud de la distancia amortaje tu espíritu, bebe un vaso de vino y brinda por ti, luego, márchate. Háblame entonces desde cualquier lugar como si yo fuera tu sombra, cuéntame de tu vida, confíame tus secretos, tus dudas, y de vez en cuando, canta para mí con tu voz de agua.

Sus cegados ojos alimentándose a lo lejos y la carta de su rostro sudoroso y la blanca caravana de soles en sus manos. Es el caminante que ha llegado a tu puerta para pedir un poco de agua. El caminante que descansa en tu morada y parte luego hacia el lugar donde nada dicen ni siquiera los semejantes de ciudades de piedra ni aquellos que se atrevieron a volver sobre sus pasos.



La marcha fúnebre se escuchará en las cunetas, y los ríos serán la podredumbre que se retuerza a lo largo de las ciudades. El pájaro ciego que busca infructuosamente su nido, será el símil de la cuadrilla de niños armados con silencio y terror que se encaminan a la barbarie. Los espantos saldrán a robarle al mundo su único aliento y ya nadie podrá hablar del día en que la humanidad decidió suicidarse. La muerte reirá victoriosa, eso es fácil de predecir. Pero en el fondo, lamentará la pérdida de aquella loca diversión.



Hay antiguos rumbos dispuestos para el poema. Algunos vienen lanzados desde una plegaria de vino y pan negro; otros son prefiguraciones de una soledad que camina rezagada por el tiempo. Cada uno de ellos es un corcel blanco que galopa por las playas de fuego. De dónde toman impulso, nadie lo ha podido decir con exactitud; pero cuando los ojos distraídos se reúnen, son columnas de arena, espejos abiertos al murmullo de la vela. Llegan con sus gargantas afiladas y comienza el ritual: se entonan himnos para el sexo de la hierba, se bebe agua de una flor de agua y la libertad es una frase en el árbol de la voluntad, en la vasija de la noche coronada con nuevas estrellas.



Dicen que el cielo tiene la verdad y que para hallarla se debe acariciar con el pétalo de una rosa roja la parte más oscura, que es donde descansa el báculo de los dioses. Dicen que se debe tener cuidado al hacerlo, porque si en el roce se evidencia el temor o la codicia, la verdad se esfuma y ya para nadie sería reconocible; que un fiero dragón lanzaría su hirviente aliento al que sólo escaparía la inocencia, y que todos se harían merecedores a la indiferencia de los dioses.

Por eso los hombres han abandonado la búsqueda de la verdad y mirando al cielo esperan la señal del fuego, para lanzarse a las calles a recibir la lluvia de plumas de ángel oscuro y orar a su nuevo dios que desciende como una gota de sangre hasta ellos.



Mañana, las voces profanas treparán las paredes de cualquier edificio o correrán huyendo de la censura. Mañana, el continuo deambular de las personas que la acompañan, cesará. Mañana, sus ojos que son dos terrazas donde danzan los cristales de la noche, como pequeños martillos que golpean en el fondo de la carpa celeste, no recordarán el rostro de ese hombre que marchaba lento. Mañana, Ella se internará en mi piel como si aún viviera y recorreremos el mundo unidos por siempre.


Hoy la he visto atravesar la calle en una carroza de huesos. Se veía tranquila. En las aceras, los vestigios del día eran empujados por el viento que silbaba como llorando una última canción. El sitio donde estuve parado contemplando su paso quedó impregnado de vacilaciones y miedo. Ahora sólo siento el beso de las navajas del frío que, posiblemente, la besaron mientras esperaba desnuda, acariciando la muerte como al pelaje de un gato blanco.


Se vio de nuevo recorriendo aquel paraje al que el sueño la había llevado varias veces. Mientras el mensajero de Orfeo erizaba su desnudez, comenzó a danzar dejando trazos imprevistos en la sombra con el brillo de sus ojos. Al igual que en otras ocasiones, siguió el contorno de su figura con la yema de sus dedos y esperó las voces del bronce que la devolverían a la realidad. Pero esta vez, al tiempo que acariciaba su cuerpo de cisne, el piso se fue llenando de una espuma suave y tibia en donde se hundían los caracoles dorados que brotaban de manera ininterrumpida de su piel. Y en aquella calle, que ahora era océano, se perdió lentamente como si Neptuno la hubiera llamado. La luna, azogada, palideció ante la belleza de aquella joven que jamás se volvería a ver en aquel paraje desolado.



Un hombre sale con ansia por darle un susto a la vida derrotando el anonimato. Al principio lo logra: cruza las calles congestionadas brincando sobre los autos y, a empellones, sobrepasa las personas que aún sienten el peso del sueño sobre sus cuerpos. Con un palo le da golpes a un tubo de la luz pública para llamar la atención de las gentes que, como presidiarios, recorren los mismos lugares y hacen las mismas cosas. El estruendo de los habituales insultos de aquel hombre, poco a poco se va haciendo parte de las vidas de esos transeúntes que lo ven en sus abruptos pasos de loco rutinario. Sólo el día en que ese hombre no salga de su hueco dispuesto a luchar contra el anonimato, y que en toda la ciudad se sienta una rara tranquilidad, será reconocida su existencia.

¿De qué podrá servirle a un muerto el reconocimiento entre los vivos?

BIENVENIDA

Mi padre, con un respiro famélico, a la espera de ese hilito de sol que se filtraba todas las mañanas por una ventana insuficiente, casi a la altura del techo, pareció reconocer las notas del pájaro que se posó ese día en ella tragándose toda la luz por un instante. Su lecho estaba rodeado por esperanzas intravenosas que venían empacadas al vacío y el cuarto conservaba un olor a vida remendada. El tiempo pasaba rápido; apenas si nos daba un palmoteo y se esfumaba. El seguía ahí, tirado sobre unas sábanas blancas donde se perdía en su palidez de estatua de cera mal hecha, con sus ojos pegados al recuerdo, hasta que sintió el frío de la muerte –que rondaba su agonía-, aferrado a él con la fuerza de una amante. Entonces nos miró, con un último esfuerzo frunció el ceño como censurando nuestro silencio, y dejó oír el estertor final.

¿Acaso quería que cantáramos y bailáramos para ella?


UN SUEÑO

Siempre estuve convencida de mi temor al verla atravesar el umbral de los vecinos, mas no el mío. Pero esta noche se me ha escapado la valentía por el patio trasero como si se hubiese enamorado del viento que brincaba entre los naranjos y las chafleras. Sentí ese maldito temor al oír el sonido de sus nudillos contra el portón y temblaba de tal manera, que la tierra del patio parecía tener convulsiones, abriéndose, como si ella prefiriera brotar de allí, cansada de esperar a que contestara su llamado, riendo como un ángel borracho, alumbrarme con esa mirada anaranjada que lo hipnotiza a uno para no hacerle perder la venida, y llevarme al centro del mundo donde están los difuntos del pueblo. En el cielo sólo se veía un bostezo oscuro, oscuro, interminable como un túnel de donde pedía a gritos que saliera el sol para enceguecerla; porque ella, la muerte, estaría en pocos momentos helando mis huesos para roerlos como un perro hambriento y enterrarlos con los demás.



En casa todos esperaban el deceso de la tía Sara. Hablaban de cosas triviales como resultado de la angustia y ni siquiera aquellos que estudiaron medicina se acercaban al tema clínico para obviar explicaciones innecesarias. En la sala se reunieron los más jóvenes a recordar las palanganas que ella se colocaba sobre las piernas, y cómo pelaba y engullía veinte o treinta naranjas los domingos por la mañana, mientras veía en televisión Animalandia y las comedias de Charles Chaplin y El Gordo y El Flaco. Los niños no comprendían cierto mutismo en los ojos llorosos de los adultos y, luego de oír desde afuera a la tía Sara respirando dificultosamente, se iban al lado de Beatriz quien, serena, contaba historias para levantar los ánimos.

En la habitación, tres cirios de llama débil iluminaban a la agonizante. El nerviosismo seguía ocupando aquel lugar, y los más piadosos que nunca abandonaron a la, en cualquier momento, difunta mujer, aumentaban las palabras sinpecadoconcevidadiostesalvereinaymadre…

La tía Sara nunca imaginó que en casa sería alguna vez la anfitriona de la tristeza y el pesar. Ella, que siempre reía mostrando esos dientes de muchacha de postal, blancos y brillantes.


EL CANTANTE

Vive en una casa inmensa. Todas las noches escucha al cantante recorriendo los pasillos y las habitaciones; se guía por el sonido de las puertas desvencijadas que crujen con el viento. Ella sabe que es él quien recorre la casona, aunque sólo escuche la melodía fantasmagórica de la soledad. Su padre le ponía compresas de té en la frente y con una manta humedecida en alcohol le cubría el cuerpo desnudo, mientras ella musitaba frases incompletas, que más bien eran una canción entrecortada por el delirio. Llevaba tres noches con esa fiebre que la desprendía por momentos del mundo de los vivos. Su padre con la laxitud del cuidado, se decidió a darle en una infusión de hojas de tabaco, una medicina antigua que no se había atrevido a utilizar.

Hace ya un mes que su padre salió asfixiado del baño en medio de una repentina convulsión, y ella, con la impotencia de quien presiente la partida, se aferró a él con fuerza, sintiendo cómo se desmadejaba entre sus brazos. Desde entonces recorre la casona con unos pasos resbaladizos hurgando en cada rincón, buscando al hombre que la enamoró con una canción en esa fiebre enloquecedora del pasado.



La mujer, luego de humedecer la punta de sus dedos, se persigna. Una genuflexión, tres pasos cortos, una tos suave que se repite mil y una vez antes de perderse en el silencio de los muros. La iglesia vacía, cien bancas, veinte santos, la luz del sol encendiendo las siluetas sacras de los vitrales, filtrándose por las figuras de colores, desvaneciendo las sombras que se pierden entre el humo del incienso. Jesús en treinta poses diferentes, diez poses de María, la mujer y su única pose, como en el primer encuentro en que la tentación erizó la punta de sus senos con un beso en el cuello: las manos bajaban por sus hombros pequeños y lisos arrancándole la camisa, con los labios le sobaba la espalda desnuda y atravesaba toda su piel con el tartamudeo de lo prohibido. Se detuvo cuando sintió que los senos temblaban más por deseo que por temor, se aferró a la carne de su cintura estrecha apretándola contra su cuerpo. Puso el miembro erecto contra sus nalgas firmes, y comenzó a hurgar por entre los resortes y las telas que cubrían la pureza humedecida. Un ardorcito, dos dedos, tres minutos, un gemido. Tres manos, la pelea, el placer, una campana que se desdobla, dos cuerpos que ruedan, una pureza que llora de deseo y de locura, una cadena que se rompe, que se amplía, que se ríe del deseo y la locura. Un orgasmo. El silencio, la derrota, la incertidumbre. Sube al púlpito, gira su cabeza y, levantando la vista, reconoce la inmensidad de aquel lugar sagrado. Suspira. Se oyen pasos tras ella. Se vuelve. Un nuevo suspiro se le escapa en medio de una sonrisa como para negar el sonido innecesario de las voces. El hombre que sale de la sacristía comprende el gesto y extiende su mano en silencio. La mujer responde con una mirada de soslayo hacia el redentor, y se pierde tras las cortinas con el hombre. La mañana es tibia, apacible.

INFANCIA

UNO
-Mira –dice la joven al niño-, Gordi sabe caminar… camine pues. Y le mueve con un ritmo que atrapa, los pies de tela al muñeco.

-También da la mano… haber, Gordi, dele la mano al niño. Y coloca la mano estampada del muñeco frente al niño, que con la vivacidad de un conquistador, la acepta y, sin soltarla, pide a la joven:

-Dígale que respire.


DOS
Domingo, en el cementerio, luego de haber puesto flores frescas en la tumba, la niña, mirando con placidez a la abuela que llora tras un velo de luto:

-¿Por qué no sale mi mamá, abuelita?

Al verse desprovista de argumentos, la anciana trata de explicar de qué se trata la muerte.

Una mano ajada, imprecisa, se despega de la camándula y, escapándose de la oscuridad de un chal de lana, señala ese azul donde se saludan varias cometas.

-Ella no puede salir porque está en el cielo.
-Entonces qué hacemos aquí. Vámonos para el cielo.


APUNTES

UNO
Aún no entiendo el arte de actuar frente al mundo como parte inseparable de su existencia. Tal vez, representar este papel de máscaras intercambiables con el convencimiento de ser protagonistas, sea la prueba, la determinante prueba para la actuación definitiva.

DOS
Ser uno mismo es quizá el principio de una actuación donde las máscaras son innecesarias, de tal modo que el actor se apropie del papel sin la dificultad de una escena improvisada. Pero alcanzar ese rol, en el que se obvien los extras, no es cuestión de quien actúa, del director, ni siquiera de aquel que escribió la obra. Parece ser, que continúa imponiéndose la decisión del público.

TRES
Preparar nuestro papel requiere de un arduo trabajo. La consecución del estado apropiado y el prudente manejo del personaje, deben ser cuestión de una inmensa lucha por descubrir lo que, en nuestro interior, todavía nos aferra a la realidad al momento de actuar. Por fin, habiendo logrado que el papel sea lo que mueve nuestras vidas, lo que dirige nuestra gran obra, saldremos al tablado; pero al levantarse el telón comprobaremos la ausencia del público. Entonces, confundidos, entraremos de nuevo al teatro humano y nos acomodaremos a cualquiera de sus escenas, enfrentaremos cualquier papel con la facilidad del mejor actor. Nadie notará tal virtud, seremos irreconocibles.

ONCE HAIKÚS Y UN LIRIO PARA LUCÍA JAVIER

UNO
Bajo la tierra
los huesos
magia y raíces

DOS
Para no mentir
el año se inclina
en la caída de las hojas

TRES
Hombres de maíz
empujando cantos
hacia el sol

CUATRO
Noche de luna
Tres caballos
bajo el eucalipto

CINCO
Una hormiga
inquieta en la baldosa
La soledad

SEIS
Insectos de cristal
copulan con la tierra

SIETE
Me empino
y un nuevo aire
acaricia mi cabeza

OCHO
El ave desciende
Un abanico
se abre en el agua

NUEVE
Sus ojos
repiten estrellas
en el cielo de su carne

DIEZ
Un fuego estalla
en la soledad de los espejos
La envidia

ONCE
Un rey escupe
su pueblo se ahoga

LIRIO
Saber que estás allí
sentada en la roca

Que no necesitas gritar
para que te encuentre
LA MIEL Y LA HIEL

La vida es más vieja que yo
o tanto como yo
y quizá no pase de ser un aguantarse el sueño
donde todos mueven calles y ríos
en su nobleza de verdugos
y la voz es la antigüedad de una muerte silenciosa y única

Nuestra historia desbocada
nuestra historia como un charco de sangre
y un amor canoso
que intuye razas y culturas
peleándose un espacio que crece como cárcel

Todo existe y ayuda
sal del vientre de tu alma y canta
canta las verdades de tu extrañeza
quédate fértil y viva soledad
o posa tu mejilla en la almohada de la sombra
ya no hay elección que mueva al mundo de un solo grito

Tú tienes tres y más o nada y todo
tú tienes o no tienes
pero al fin y al cabo tú

Benditos nuestros hijos
benditos nosotros
tan dueños de nosotros pisando la tierra
benditas las aves y los peces y los animales
ingenuos de la tierra
matanza dulce de espíritus
batalla de colmena…

CANCIÓN DE CUNA

¿Duermes?
Sigue durmiendo…
No vale la pena despertarse
para continuar el ayuno en la celda.

¿Duermes?
Sigue durmiendo…
Un ángel sin ojos
yace tendido en una laguna de lirios
y el musgo
que ha brotado pasada la guerra
es pisoteado humildemente por los caballos.

¿Duermes?
Sigue durmiendo…
Estás coronado en una canción de cuna
y una serpiente de fuego vela tu sueño.

Pronto saldrás a la plaza
para romper el eco de la piedra
que ha impedido el largo viaje por el mar.



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