martes, 18 de mayo de 2010

A PROPÓSITO DE SONATA DE UNA MUERTE POR DANIEL JIMÉNEZ

CARTA DESDE GOMORRA.
(A PROPÓSITO DE “SONATA DE UNA MUERTE”)

Incluso el oprobio tiene categorías, rangos, se ve sometido a juicios de valor, como si hubiera matices en el odio y la crueldad. De las ciudades destruidas por Yahvé de los ejércitos, el Supremo Intolerante, sólo se recuerda el nombre de Sodoma y su pecado: pero nadie nos ha dicho por qué fueron destruidas Gomorra, Seboim, Sebor, qué atroz infamia perpetraron para merecer la esterilidad eterna, de sal y fuego.

La ley sólo es sagrada en el mundo pagano, sólo el genio del politeísmo restablece el orden del mundo y del cosmos porque su centro es múltiple y fluido. Con la desaparición del cristianismo a manos de Constantino el impostor, y el triunfo de la usura como método y sistema, el mundo dejó de tener Ley, leyes, para someterse al designio de la norma, al capricho de los ciegos.

La escritura solitaria conduce al éxtasis, la lectura compartida conduce al trance. Entre la mónada y el arcángel, prefiero la mónada, la individuación radical, al dictado de cualquier potencia. Nunca ha habido maestros espirituales, porque el espíritu no requiere de maestros: libertad es su órbita y su sino; lo demás: conceptos, lógicas, actos de fe, placebos del conocimiento. Ver cómo cada ideología tiene su santoral, sus hagiógrafos; cómo cada alucinado se cree visionario, y enarbola su juicio como si fuera la verdad; cómo cada ciencia o disciplina se asumen centro del mundo y del lenguaje, cuando son follajes de árboles muertos; ver cómo cada poeta teje y desteje los altares de su miedo, como si los poetas muertos pudieran devolverle su misión sagrada; todas esas cosas no son sino muestras de la fatiga de una humanidad que ya no se pertenece, que lo ha perdido todo, salvo la capacidad de mentirse con teorías, con ideas que no proceden del mundo de las Ideas, sino del mezquino ámbito del balbuceo intelectual: el filósofo de hoy no es más que una variante del economista, y éste a su vez no es otra cosa que el ilusionista del hurto.


De ahí que lo nuestro sea indagar por los modos del oprobio que han sido excluidos de la historia, expulsados hasta de los catálogos moralizantes y moralizadores, porque aún en el más abyecto de los extravíos es el Dios desconocido el que habla. Devolverle la voz a Gomorra, robada por Sodoma, al quedar como ícono y símbolo del mal, optar por Gilbert- Lecompte, en lugar de Daumal el Santón, Lacenaire, en lugar de Villon, reivindicar la mediocridad allí donde sea una forma de resistencia y de lucidez; porque, tragedia de nuestra era, se llama lucidez a la negación de la vida, al instinto domesticado, y es en la medianía dónde el instinto puede renacer: el mediocre lo es porque reconoce su pulsión, describe el deseo que lo agita y perturba.

En Latinoamérica llegamos a la técnica literaria sin pasar por la tradición y la cultura, exportamos escritura, como si de cereales u hortalizas se tratara, para poder ser mirados como pertenecientes al carro de la historia, pero aún no hemos escrito nuestro libro, aún el arquetipo no ha despertado para nosotros: no somos ateos, ni agnósticos, pero tampoco creyentes o fundamentalistas, somos siempre otra cosa, un algo más que perpetua la fatiga del laberinto de su búsqueda en pos del rigor arrebatado por quinientos años de impostura.

Si de algo puede existir certeza es de la muerte de la educación: con leer y escribir, con conocer las plantas y las constelaciones bastaría. Lo demás es adoctrinamiento. Contra toda civilización, esperamos el retorno del Berseker, del que conozca su lugar como hijo del universo, emancipado al fin de las cadenas de la norma, hijo leal de la Ley del espíritu. No más el cepo del hermeneuta, ni los grilletes del académico: lo nuestro es el sacerdocio del Caos, porque la esperanza sólo brilla en el desorden, en la inarmonía de las esferas, apóstoles del grito, del mito, renunciamos a todo ritual que no lleve el compás de la melodía de la destrucción.

Esto no es una vindicación del terrorismo: somos fruto del miedo que nos ha atenazado durante siglos. Pero ha llegado el tiempo del espíritu. Renunciamos a toda sobrenaturaleza que se incorpore a nosotros, a toda invocación, a todo llamado: que sea el espíritu propio el que se eleve como cántico nuevo. Si es duro nuestro decir, si la violencia campea en nuestro rugido, es porque desde el vientre de nuestras madres hemos sido alimentados con hiel y vinagre, nuestra plegaria es la del dolor orgulloso, la de la melancolía impetuosa, la de la herida insumisa.

Los géneros y las escuelas, los estilos y las filiaciones, son sólo manifestaciones de la policía del pensamiento que ha encarnado en nosotros: al abolirlos es la libertad lo que exhibimos, el sueño nutricio, el humus de nuevas germinaciones, inéditas, blasfemas, heterodoxas, y por ello verdaderas. Ni artificio ni mímesis: realidad conquistada, recién nacida para nosotros porque verdad y realidad, tal como las conocemos, son apenas los sueños del censor.

En cualquier esquina se venden recetas para hacer poesía, manuales para el haikú. Pero, ¿dónde está la voz del nabi, profetizando para su pueblo; la del druída indagando al muérdago por el retorno del roble; el canto del pajé? Es demasiado tarde para buscarlos y más aún para encontrarlos. Pero sobre la tumba de sus dioses podemos erigir nuevos mitos, nuevas formas de decir, que restablezcan la soberanía del hombre, desde el descubrimiento de las verdades del amor, el triunfo sobre la muerte, la encarnación recurrente que nos permite escapar de todo cielo y hacer habitable el infierno que somos.

Por esto te escribo Víctor Raúl desde Gomorra: como si fuera el último sobreviviente de una ciudad que desconoce los motivos de su juicio, que no comprende porque fue devastada su tierra, ni porqué fueron aniquilados sus dioses tutelares, la vendimia, la cosecha, la orgía sagrada, ignorante de qué pecado cometió para ser escupido por el cielo, pero festejando la sonata de una muerte, tu insolencia al no sucumbir a las formas establecidas, ni al aullido siempre impotente de los jueces.

No entiendo cómo puede hacerse literatura sin acceder antes a los enigmas del número y del ritmo, cómo se asume como un hecho la supremacía de la palabra, lo que llaman lenguaje o discurso, sin antes conocer el reino de la cantidad, el alfabeto de las magnitudes. Si lo sagrado no habita en lo dicho, mejor el silencio de los muertos: es el exceso del habla el que ahoga la tierra: si de exceso se trata, que sea el de la soledad que canta, o el de la compañía que ama, porque el habla de los sabios es sólo temor y temblor, estertor y angustia.

Afirmamos la vida como finitud y riesgo: sólo así nos sentamos en círculo frente al fuego y concebimos con dolor el salmo de nuestro rostro, la identidad recobrada. No hablo del arcano: quizá el esoterismo sólo sea otra manera de la policía del pensamiento. Hablo del secreto que construimos como identidad y resistencia, del acogernos como se acoge la unción o la comunión, ser bendecidos por la presencia de los que comparten la misma cicatriz en la mirada, el mismo emblema de sobrevivientes de Gomorra.

Descreo de todo anarquismo, del socialismo libertario, precisamente porque profesé durante nueve años de tormenta esa ideología: también el anarquismo, lo que llaman pensamiento libertario, es cadena, esclavitud, renuncia a la inmanencia de la vida, en nombre de una intrascendente trascendencia hecha de conceptos vacíos. El Caos del que hablo es el caos creador, el ciclo incesante de analogías y correspondencias desde las cuales el mundo es siempre susceptible de ser creado de nuevo.

Bendigo tu caos luminoso, Víctor Raúl.



Daniel Jiménez Bejarano.
Yermo sin nombre.
Agosto 31 y 2008.

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