miércoles, 6 de abril de 2011

DE LA VISIÓN OFRECIDA (SOBRE JOSÉ SARAMAGO)

Dicen que finjo o miento
en todo lo que escribo (...)
¿Sentir? ¡Sienta quien lee!
Fernando Pessoa

Fuera de todo fingimiento, la verdadera escena a la que nos lleva José Saramago, es a la de la visión de lo posible que, por andar detrás de la ceguera de los hombres, se torna utopía e imaginación.

De la mano de sus tramas e historias, de su drama como retribución por haber vivido, quedan consignados los enfermizos despliegues de la naturaleza humana y, al mismo tiempo, la maravillosa conquista de sus incertidumbres.

José Saramago tiene nombres, todos los posibles nombres que se resuelven en uno sólo y es: literatura. Su canto continuo y abierto a las preguntas esenciales, recorre la historia de las generaciones y acrisola la civilización constante en enigmas y desviaciones.

La responsabilidad de tener ojos está seriamente adjudicada al lenguaje de Saramago, a sus palabras que interrogan los espíritus dolientes de la fe que alguna vez no existió ni en una ni en doce tierras. Hablo del Evangelio según Jesucristo que reclama la mirada vigilante ante el paso de un poder, justificado en un hombre que dio su costado para que los demás sembraran la bondad y el amor en sus corazones. No iglesias engalanadas con el oro de las tribus, no jerarcas adinerados y en conjunción con rigurosos crucifijos; sino la vida desnuda, como en el paraíso.

Hablo de un Caín que asesta el golpe final a la figura de dios dejando tras el diluvio una rastro de cadáveres que inopinadamente están guiados por quien fue seducido arrojándose al mar.

Hablo de la ceguera que llega de repente y nos habita y nos pone al encuentro con una pequeña muerte. Una “ceguera blanca” que se desata como epidemia y aquilata los demás sentidos; es decir, el ojo se olvida, y es recordando, que olvidamos algo, que nos damos cuenta de la muerte.

La lucha de Saramago está representada y ennoblecida en su búsqueda de una verdad que sin ser absoluta reúna la mayoría de los hombres. Una verdad que no acontece en una escritura delirante; sino en un ejercicio de ir y volver una y otra vez a los lugares de la literatura: el amor, la libertad, el olvido, la muerte... con paciencia y claridad, con conocimiento.

Cuando hablo de una verdad no quiero decir que Saramago escribe con un ánimo doctrinario, al contrario, si existe una intencionalidad en su escritura es la de una frontera sin fronteras, la de un horizonte que se sobrepasa y nos muestra nuevos e interesantes horizontes.

Saramago activa la razón misma de la palabra literatura y la pone al servicio del hombre y los sucesivos hombres que nos salen del espejo; la desnuda y la preserva antes que roerla y desatarla sin una dirección que nos deje a la deriva. Su intencionalidad es espiritual en la medida de la palabra que nos acontece, en la medida de su canto agitado por la autoridad demencial y cruel de las instituciones. Es un espíritu individual que se relaciona, es una moral que ha fracasado tanto en la fe como en el Estado.

En él existe cierta nostalgia que a pesar de estar presente no mengua la lucidez y el encanto de su voz contestataria y divertida. Un humor maquinalmente negro que asalta las páginas de sus libros donde los fantasmas no son fantasmas sino presencias que intervienen en nuestro tránsito.

Un Fernando Pessoa que después de muerto todavía no muere del todo y recorre las calles invitando a su amigo Reis a acompañarlo en su viaje, lentamente, entre los diálogos delicados y asombrosos de una novela que no se resuelve por la vía de la literalidad sino a través del ejercicio poético, a través del enigma.

La sugerencia de los libros de José Saramago: Ensayo sobre la ceguera, El Año de la Muerte de Ricardo Reis, El Cuento de la Isla Desconocida, La Caverna, El Hombre Duplicado, Intermitencias de la Muerte y los demás, está contagiada de vena abierta y desatada, de palabra cáustica y mutante, de lucidez y conflicto.

Muchas veces el tono se ejecuta desde la tranquilidad de un pensamiento aéreo, otras veces el pensamiento es tierra y camina de la mano de las piedras que en caravana se dirigen hacia las murallas, no para divulgar su frontera, sino para derribar su filosofía.

Una de sus preguntas es si en estos momentos tormentosos, como en todos los momentos, podrá existir la esperanza. Y creo que la respuesta es que si un hombre se pregunta por ella, pues, la esperanza renace, se erige, se enciende y retoma el camino. Esperanza que nos alerta y nos impulsa al cambio de la vida para que lo vivo perdure, para que la imaginación tenga su poderío. Esperanza que también es fatalidad al ponernos delante sin saber que ya habíamos llegado.

Una esperanza que está sustentada en una realidad fracturada pero generosa. Una realidad que nos envuelve sin voluntad alguna y nos pone a visitar lo objetivo con nuestra mirada singular y plural hasta que entendamos el caprichoso milagro de lo que ocurre. El verbo que contagia a las generaciones.

Por esto debemos levantarnos abrazando nuestro sueño y exigir al rey que venga desde su puerta de los obsequios, a ver lo que queremos. Por esto nuestras batallas son batallas de ciegos y lo que queda con el silencio es la infinita derrota de todos los que a obnubilados dicen ver la realidad, dicen tener el conocimiento.

Seres habitantes de una luz que sólo les permite ver sombras, que no ofrece sino la aterradora acción de la ignorancia. ¿Dónde estamos? ¿Qué camino seguimos? ¿Quién nos acompaña? Es como si preguntáramos: ¿quién soy? ¿A qué he venido al mundo? ¿Que dios me promete y a que dios prometo? ¿Cuál es el sentido de la existencia? Saramago, y es mi especulación, sabe con Pessoa que sólo en la estupidez y en la locura podremos ser felices.

Pero la felicidad es de todos, en momentos distantes, en casos extremos y en medio del sosiego. La literatura es para que aprendamos a ser felices, no sólo en la estupidez y en la locura, sino en el encuentro con nuestro sí mismo, en tarde de sol o en noche de lluvia. La felicidad es un aprendizaje y esto también lo sabe nuestro autor.

Para cerrar, algunas preguntas: ¿por qué en Occidente la felicidad es un aprendizaje tenebroso, terrorífico, lleno del diabiolismo del sufrimiento y del sin final sacrificio? ¿Por qué Latinoamérica sigue siendo una bastarda de la razón europea? ¿Qué es el más allá, sino un espejito con el que nos quitaron la vida? ¿Acaso trascender no es ir hacia los dioses? ¿No será acaso un entrar en la tierra? ¿Por qué insistimos en moralizar el mundo, en lugar de mundanizarnos nosotros?

Medellín, 2000-2011