sábado, 14 de noviembre de 2009

PALABRA Y PADECIMIENTO

Todo depende del hombre
Víktor Emil Frankl



La filosofía es una terapia
Ludwig Wittgenstein


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Esta defensa no es un ataque. Jamás he creído que la mejor defensa sea el ataque, aunque la defensa deba estar enmarcada en la acción. En este caso en la acción de la palabra.

Para una verdadera reflexión filosófica debe el sujeto sentarse en su soledad, o bien, en el silencio de los demás, que es casi lo mismo. Pero después de precipitarse en la búsqueda, que la palabra se anime y convoque a la acción, que se aproxime a la escritura o al discurso, que vivifique el pensamiento que va y viene como un péndulo que nos muestra la naturaleza de las cosas, para que hablen, porque las cosas por sí mismas nada dicen.

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El hombre como ser, es decir, luego de dejar su primer estado de naturaleza, accede al lenguaje; accede al rito, a la magia, al canto, a la danza, a la manifestación mítica y a la fiesta. Luego, y como un ser que se separa del vientre del mundo, se afirma en la significación que la palabra elabora para que él pueda establecer su íntima relación con la realidad. Esta relación está instaurada por el lenguaje, por la palabra, y es ésta la que propicia puentes de acercamiento y distanciamiento, porque el hombre también se separa de la realidad para crear otra realidad que se conjugue con ésta. Crea entonces el mundo de lo real, de lo íntimo mismo que yace en su interior y allí acoge su ser.

Este ser está fundado en la palabra: en la acción creadora y transformadora, en la acción purificadora y conciliadora, y al mismo tiempo en la acción mimética y eclipsada de la palabra. Por esto el desentrañamiento del mundo en el desentrañamiento de la palabra. De su estado polivalente y metafórico que se une al sentido de las cosas. El hombre es un ser de palabras y esto ya nos lo dijo Octavio Paz. Es un ser de acción verbal y de representación. Pero también de silencio. Mas no únicamente de silencio soterrado e ignorante, sino de silencio aguerrido, de la fuerza y la sabiduría de su presencia.

El hombre habla y al habla le dedica la manifestación del mundo, y claro, su ocultamiento; porque hablar es clarificar y también anudar, enlaberintarse. Quizá por esto Wittgenstein decía que la claridad no es suficiente y, además, que de lo que no se sabe es mejor callar. Esto es, el hablar no sólo implica la claridad, la comprensión, sino que exige conocimiento. Y ese conocimiento funda el habla que a su vez funda el mundo. En palabras heideggerianas, la palabra crea la acción del hombre y de allí la apertura de la tierra y el levantamiento del mundo, lo que llamamos experiencia de mundo; porque la experiencia es conocimiento. Por esto el mundo que se nos revela una y otra vez en su involuntario ofrecimiento, es el único mundo posible en su multiplicidad y su permanencia: en su inmanencia y trascendencia interactuantes que producen camino, visión, espíritu.

Pero volvamos a la claridad del habla, al lenguaje y a la comprensión: Gadamer ya nos decía que hablar es hablar a alguien y que esto implica la comprensión, la intervención común: el campo de acción que los hablantes anteponen al acto del habla. Pero hablar claramente supone establecer casi una literalidad: la metáfora no nos acompaña en el momento de la comprensión unívoca, de ahí que el lenguaje sea equívoco; entonces, ¿cómo comunicarse? ¿Será posible dicho comunicarse? ¿Alcanzaremos la comprensión del habla? Tal parece que la palabra definitiva nos aleja de la pluralidad. Por esto es recomendable en muchos casos andarse con rodeos, repetir, interpretar y sobreinterpretar para vislumbrar así los posibles significados, los posibles sentidos. En palabras nitzscheanas, acceder a la rumia.

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El filósofo que pretenda activar la “curación” por la palabra, debe acceder a la experiencia del otro. Revivir esa experiencia y caminar de ida y vuelta una y otra vez por los lugares que esa experiencia plantea. Debe recorrer al otro en sí mismo y devolver al otro su propia participación del mundo, hacerlo consciente de su propio conocimiento. Invitarlo al autodescubrimiento, a la autocomprensión. Al rodeo, a la rumia de su propia experiencia, para así devolverle la función de hombre que se relaciona con la realidad a pesar de construir el mundo real de la intimidad y habitarlo. Porque el mundo no está por fuera pero tampoco definitivamente por dentro.

El filósofo que acentúa su tarea como terapeuta debe activar su humanidad, esa que nos pertenece a cada uno de los hombres vivientes. Debe activar su libertad, y por ende la responsabilidad. Pero esto después de aceptar la conciencia y el submundo de la conciencia que con la experiencia del mundo lo advierte y lo revela. Para esto está la palabra, su vocación. Es decir la manifestación poética de lo que acontece. No una manifestación que ingresa en la imagen, sino que también en el pensamiento; una manifestación que nos permite el diálogo con el origen y, por lo tanto, con los estados primeros de lo que llamamos nuestra propia naturaleza: la naturaleza humana.

También es necesario el símbolo, su interpretación. La situación conciliadora de lo mítico que engendra el movimiento de lo sagrado en la escritura de lo que permanece oculto, en el carácter subterráneo de nuestra historia. Porque lo sagrado al revelarse se funde en su propio cuerpo. De ahí que al revelar al hombre su humanidad, el filósofo engendre lo sagrado. Por eso repito con Wittgenstein que la filosofía no es teoría, sino actividad, o al menos más movimiento y transformación que texto sistémico.

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Digamos ahora que lo que le interesa al filósofo no es el diagnóstico de cierto tipo de patologías, ni la puntualización de las acciones erráticas que se desprenden de la neurosis que todos en algún nivel poseemos. No, el filósofo sólo es un puente, un medio que interactúa con la visión endógena de la persona que lo visita. Es presencia que otorga y abarca en el momento mismo en que el hombre expresa y comunica su mundo. Otorga ese silencio del que se empinan la contemplación y la comprensión y por eso abarca lo expresado procurando caminos, alternativas para que el otro señale e interprete su razón de ser en el ámbito de lo humano. De ahí que la hermenéutica ofrezca un soporte para el filósofo que se arriesga a la Terapia Dialógica, a la “curación” por la palabra. La hermenéutica filosófica y la simbólica, entrelazadas con la conciencia poética para desarrollar así una voluntad de crear que apunte a una apertura de los horizontes de la persona que visita el Consultorio Filosófico.

El filósofo no busca curar ni solucionar ni salvar. El filósofo sólo se ofrece para desentrañar el conocimiento del mundo y sus cosas y procurar así un punto de apoyo que después de ser observado debe ser abandonado para asegurar la propia comprensión de lo que acontece. El filósofo debe cuidarse de orientar y de dar consejos, debe evitar las preguntas que conducen a su propia verdad, es para descifrar su propio mundo que el otro llega donde el filósofo. El filósofo terapeuta es un traductor de las manifestaciones del mundo y por lo tanto es singular y complejo y ve en el otro un mundo singular y complejo. Por eso no lo espera con circunstancias a priori, ni opera de antemano en tests que naufragan en el momento de acercarse a la razón íntima del pensamiento.

Su campo de acción es el conocimiento; es decir, el alma. El filósofo que atiende a la Terapia Dialógica acentúa su experiencia del lenguaje, su actividad conciliadora y al tiempo la función entrópica de su propósito. El filósofo escucha lo que nadie quiere decir y dice lo que nadie quiere escuchar. El filósofo es espíritu que habita el mundo, es lo real mismo advertido en lo recóndito de nuestro pensamiento.

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Ya hemos visto qué puede ser un filósofo que activa su praxis como terapeuta. Ahora veamos qué puede ser la filosofía. El nacimiento del hombre es el nacimiento del mundo, del que es posible hablar, de aquel que permanece en silencio, pero que por la presencia del espíritu humano, se intuye. El hombre en su principio es naturaleza, participa activamente del mundo; luego es ser, y comienza a entrar en su propio mundo, inaugura el nombrar de las acciones que en su interior se manifiestan. De allí la filosofía; esto es, la filosofía es el reconocimiento que el hombre hace de sí mismo. Ahora bien, estoy hablando de una filosofía, y recalco, que es más actividad que teoría. De ese modo la filosofía se convierte en motor vital, en consideración sensible, en pensamiento y cuerpo de lo puramente humano que puebla la tierra.

La filosofía es la que abre la puerta a las acciones del hombre que se relaciona con la realidad sin perder su propia realidad; es decir, sin comprometer fatalmente su ser. Sin ocasionar la ruptura entre el ser y el mundo. La filosofía es abismo y cima, es acción voluntariosa que ejercita el espíritu del hombre. En la actualidad la filosofía parece retomar el rumbo: se piensa como actividad que cree de nuevo en el hombre; ha recuperado la forma plural en la cual se advierten los acercamientos al conocimiento. De esta manera la filosofía se establece como un centro múltiple para el engrandecimiento del espíritu humano.

La filosofía participa del momento vivido, del instante, y participar del mundo sin su presencia es darle vía libre al estado durmiente del hombre, es acrecentar el alejamiento del mundo. La filosofía es una experiencia, una actividad vivificadora. La filosofía es un nuevo mundo en los comienzos del mundo. La filosofía es la práctica liberadora del pensamiento. Pero esta liberación debe estar acompañada de movimiento, debe estar dirigida a la transformación, al hecho de estar en el camino en sus múltiples vertientes. Porque seguir en el camino es darle curso a la actividad del pensar, es sustantivar la acción sensible, es permitir la profundidad de lo humano en torno a las manifestaciones de lo que ocurre.

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La filosofía es un viaje, es la acción manifestante de lo que retorna y se encabrita con nuevas significaciones a través del pensamiento global en su plural designio y condición. Pero el viaje de la filosofía no es únicamente concepto, sino también imaginación, impregnación simbólica y ante todo especulación que conduce. El viaje que se desprende de la mano del lenguaje: el viaje y la vivencia como el verdadero hecho de la palabra, del diálogo. El ir y venir de un lenguaje común sobre las acciones en que nos ocupamos, el establecimiento de un orden, la propuesta de un estado, de una situación, de una idea. De ahí que muchas de las alternativas de acción estén enmarcadas en el involucrarnos con nosotros mismos.

La cercanía a nuestra palabra arroja una participación hacia lo vivo, hacia lo continuo, y esto significa ir de la mano de la realidad, estar en relación íntima con lo que en nuestro interior se desenvuelve y manifiesta, ser patentes, directos, no soslayar aquello que desencadenamos en nuestra cotidianidad. Ya Jung había dicho que nuestro gran pecado es no ser conscientes. Eso quiere decir que en nuestra vida diaria no deberíamos asistir inconscientemente al mundo, que si bien lo que se nos muestra desde lo oculto de nuestra conciencia debe participar de nosotros, no debemos sujetarlo y permitirle guiar de una manera contundente nuestra vida. Aunque Cioran aseguraba que el exceso de conciencia es una forma de profanación; esto es, que desentrañar de forma total el sentido íntimo del mundo propiciaría su perdición.

La relación de nuestra mirada del mundo debe partir del hecho de nuestro autodescubrimiento, de nuestra autocomprensión. El lenguaje que nos abarca es un lenguaje al que llegamos, es la unidad de los hechos y las cosas que se anuncian en el mundo. Aunque para Nietzsche ya no haya hechos, sólo interpretaciones. Cada uno de nosotros le da un carácter, una figura, una imagen al mundo. Cada uno tiene una idea y a partir de ahí, una representación de esa realidad en la que nos establecemos como actitud y conducta. El mundo es la vida, la aceptación de nuestros pensamientos, de nuestras palabras, de nuestras acciones.

Nuestra vida, su experiencia, se concentra en el conocimiento, en el asombro, en la percepción del mundo: se desarrolla en el transcurrir de las cosas, en el ir y venir de los cuerpos que se transforman en el viaje. Un viaje que conforma de uno u otro modo, la línea que continúa el horizonte, la visión que se presenta en el laberinto.

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La condición de la historia, imagen de algo, imagen de un sentido, viaje múltiple y su símbolo. Las relaciones de los signos que se aprenden en el tiempo, en el hecho de las palabras, la posición puntual del silencio, son la medida del movimiento, del cambio, de la búsqueda con la que se identifica el viajero mismo.

Nacer y renacer en el vuelo de la imaginación que es otra forma del viaje, su proyección; porque el viaje es evolución y en él se preparan los seres para ir de un lado a otro, para la extensión y la contracción, para hacer del encuentro con nosotros mismos la salida del espacio encadenado y superarlo para liberar el ser, para dirigirnos a la cima, escalando en el sueño esencial, llevando a la concepción de la existencia el camino que va desde lo oculto hacia la luz. Manifestación de lo que se busca, dirección de las cosas, adopción de las condiciones de la propia vida, reflejo de su realidad hecha pensamiento en el acercamiento al universo.

La fuerza del destino imprime características que sitúan al viaje desde el primer momento en que se piensa. El viajero atestigua así, un viaje que se antepone al hecho concreto del viajar; esto es, antecede a la acción. El viaje es un canto que se muestra de diferentes maneras, el viaje es la respiración que se nos permite en la acosada vida acostumbrada de lo mismo, es bailar de puntas en conjunción con la escritura secreta que representa su propia aventura; una forma natural del hombre, la revelación de su acontecer, el movimiento cercano de su espíritu en el devenir que lo une y lo separa al canto que nos ocupa. El viaje es ante todo una actividad creadora, una epifanía, un recurso de la intuición poética. El viaje es identificación con nosotros mismos y con lo que nos rodea, participación, descubrimiento.

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Existen varias maneras del viaje que a mí particularmente me interesan en la medida de su relación con lo que algunas personas me expresan cuando me visitan. Pero esencialmente dos: la locura y la fantasía. Doy paso pues a describir lo que entiendo o conozco de estas dos manifestaciones o estados.

De uno u otro modo nos acercamos a la locura. Mediamos con el mundo para que su mano no nos sujete en el ir y venir de los días. Buscamos fuentes tranquilas, paisajes que no ameritan mucho esfuerzo, oficios que no nos obliguen a romper los hilos conductores de la razón, de la lógica, de la conciencia inquebrantable de nuestras acciones.

La locura es abstracción, desquite desmesurado de la realidad, de lo fáctico presente. Su movimiento nos empuja a las calles, nos priva del hogar, nos arrebata el vientre. La locura pelea con nuestras madres, rompe los vínculos con las normas que son posiciones estrictas cargadas de afecto, quiebra la ley que es la prohibición autoritaria que merece perderse, ataca al padre, golpea al semejante. Pero ante todo hiere como un castigo la voluntad del hombre libre.

La locura es una violencia que nos precede, está en nuestra tierra desde el momento en que se asesinó el paraíso; es decir, en el momento en que olvidamos que estamos en él y que es caótico y que se desmiembra a cada instante como una lepra que la tierra cuida. El paraíso está en el mundo y se repite y se manifiesta tantas veces que no hay duda de su presencia, paraíso violentado, felicidad adolorida que nos muestra y nos dice la locura en los días en que amamos. La locura es guerra y por otras voces sabemos que la guerra es fiesta, por tanto, la locura también es fiesta, regocijo, construcción en el vacío, felicidad de evasión, conciliación de la cosa desnuda. La locura es representación congestionada de lo que nos ocupa, es pensamiento disperso y levedad.

Enfatizo: “felicidad adolorida”, “felicidad de evasión”; entonces, ¿la felicidad qué? Los hombres buscan la felicidad. La felicidad es el amor, es el diálogo libre con el mundo, la cercanía a los sucesos que enmarcan la historia no definitiva de los hombres; es decir, la apertura a la razón continua del espíritu humano que establece una intencionalidad en el movimiento de su voluntad de crear. La relación del espíritu humano con la naturaleza asegura la felicidad de sabernos parte de lo creado o expandido o difundido o craneado, entidad protagonista en el desenvolvimiento de sus acciones. Por lo tanto la correspondencia entre naturaleza y espíritu humano, debe ser una correspondencia íntima, abierta, compartida. Y así expresará la felicidad en el movimiento de los días en que el hombre decide abandonar su guerra contra el mundo y acentuar sus vínculos amorosos para darle una trayectoria de origen a su porvenir.

La felicidad está en la libertad como hecho, en el instante supremo en que atendemos al otro que nos habita y le damos la continuación de nuestra voz. La felicidad está en la gran meta donde nos acercamos al hecho de la comprensión de lo que somos y representamos en el mundo. También comparto que la felicidad debe ser concebida como lucha, como conquista, como búsqueda y como trabajo.

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Pero venía hablando de la locura para dar paso a la fantasía. La fantasía se extiende desde un mundo mental hasta la atmosfera de lo inexpresado, se aproxima a otras formas del habla que permiten las ampliaciones del sueño, de lo imaginario, del símbolo.

La fantasía abre puertas para desestabilizar el mundo de lo puramente racional, de lo sujeto, de la visión restringida a la lógica convencional, a la convergencia. La acción de la fantasía interviene en el orden de los estados y las formas que se intercomunican para darle una dirección al mundo; magnetiza con su duende poético la óptica ofrecida por lo establecido, las fórmulas de los sistemas estructurales del intelecto, de la sensación, de la percepción, las dimensiones que sin sus alas regresarían a la raíz del estado complejo de la nada.

La fantasía es una risa abierta que se traga el mundo y lo desarrolla y lo recrea y lo devuelve de nuevo a las impresiones de nuestra palabra, de nuestra interpretación. Todas las funciones divergentes, todos los descubrimientos, se deben en gran parte a la actividad de la fantasía, de su mano cantan los niños eternos que habitan el mundo.

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He dicho en mi tesis doctoral que en el Consultorio Filosófico lo que se hace además, es un estudio del pensamiento a través del lenguaje y que está enmarcado en la búsqueda de una voluntad de crear. Ahora, desarrollar o permitir la presencia, después de nutrir nuestra vida con relaciones vivas de nuestro espíritu, Que no es otra cosa que nuestra razón, es darle vía libre a nuestra voluntad de crear. Es permitir la acción abierta, los vínculos con lo sagrado. El hombre que activa su presencia como protagonista en el mundo, es un hombre ligado a la responsabilidad que su libertad implica; es un hombre que asegura para sí la vía de las múltiples formas de entrada y salida al autoconocimiento, es un hombre que edifica su espíritu a partir de la comprensión de sí mismo y del mundo.

La voluntad de crear nos une con la voz primigenia donde el hombre encontró su lenguaje, su naturaleza. Nos conecta con la herencia aún no perdida de lo existente. La voluntad de crear nos propone como parte protagónica de lo vivo, como acción duradera de lo que acontece en la Tierra. La voluntad de crear nos une con la conciencia poética, nos une al duende que se manifiesta en el tiempo de nuestro autodescubrimiento.

La voluntad de crear nos abraza mientras abrazamos lo vivo, lo puramente existente en nosotros y en el mundo, mientras activamos nuestra conciencia poética y entonamos los cantos con nuestra comunidad; esto es, con la comunidad del mundo, con el gran cuerpo vivo que es el planeta a punto de desaparecer.

Pero ustedes me dirán: allí hay más poesía que filosofía. Y es posible. Mas ¿la poesía se ha nutrido de la filosofía o se hace filosofía con la poesía? Esta podría ser una buena pregunta, pero puede que no nos diga nada como verdad ya que, como han dicho algunos, el hombre no es la verdad y la poesía y la filosofía son cosas de hombres.

Lo que sí es necesario afirmar, es que ambas se nutren y oscilan en un mundo simultáneo. La poesía debe activar la reflexión, la búsqueda de una mirada que integre imagen y pensamiento, no la mera descripción; y la filosofía debe incluir la metáfora, la alegoría simple donde se involucra el símbolo. Pues sabemos con Paul Ricoeur que el símbolo da qué pensar, posibilita una racionalidad que, convergente o divergente, apunta a las manifestaciones de la humanidad; esto es, a la acción del hombre en relación íntima consigo mismo, con los demás hombres y con el mundo. El inicio sobre esta reflexión sobre la humanidad está pues en la imagen y en el pensamiento, donde se muestra o se dice, y también donde se muestra y se dice; o sea se canta. Filosofía y poesía van de la mano, en su balsa viajan los hombres libres.

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Ahora bien, sustentar la filosofía como medicina es una tarea que varios han realizado tanto desde la psicoterapia como desde la filosofía misma. La filosofía, nos incitó Kant, debía servir para curar el alma, tal como lo proponía Epicuro, tal como lo había implementado Antifonte de Atenas después de poner un aviso en su casa que invitaba a las personas de Grecia a visitarlo para calmar y superar sus males a condición de establecer un diálogo abierto, un enfrentamiento reparador.

Muchas son las preguntas en torno a un Consultorio Filosófico: que si tiene un método, que cuáles personas pueden visitarlo, que si uno habla y ya, etc... la palabra es vínculo, es puente, es mediación, y, entre otras cosas, es dadora de sentido. La terapia dialógica, que está sustentada en la palabra, tiene un método en la medida en que el método es un camino; pero este camino es plural y puede dirigir al lugar insospechado, a la duda, a la sombra. Lo que si hay que tener en cuenta es que el filósofo terapeuta debe acercarse al otro con todas las posibles miradas para observar las representaciones de aquel que lo visita y así procurar una endija, un ojal, un parpadeo para inaugurar un nuevo salto al mundo, una nueva salida de la caverna, una nueva entrada a la realidad donde los días se abren como nacimiento, como expresión íntima que recupera el tránsito de lo existente.

Las personas que se pueden acercar al Consultorio Filosófico, están descritas como personas que tienen problemas para relacionarse con el mundo, que han perdido el sentido de la vida, suicidas en potencia, personas con depresión, con angustia y crisis o vacío existencial. También y principalmente se trabaja sobre la incapacidad para el diálogo. Se ha planteado la aproximación hacia los pacientes terminales. Y esto porque el tema de la muerte es muy recurrente y enfrentarse al hecho de morir es un hecho filosófico. Es por la conciencia de la muerte que el hombre comienza a expandir su pensamiento, de ahí la filosofía.

Para el caso Hablaré un poco de lo que la muerte significa para mí y de que forma la he pensado a través de las diferentes consultas que se han desarrollado en torno a ella: enfrentar el milagro de la realidad, es enfrentar el milagro del hombre. El nacimiento de lo que acontece se viene dando desde que el hombre dio alternativas sobre dicho nacimiento. El hombre es hombre porque serlo es su costumbre. El hombre muere porque tiene conciencia de la muerte. Su inmortalidad está sujeta a su acción, a su palabra, a la experiencia del mundo que se le ofrece. Ir más allá de la muerte es permitir la presencia de lo sagrado en el hombre, es entregar al futuro nuestra creencia, es activar la permanencia de los días donde nuestro espíritu es la memoria de lo que queda. A dónde iremos es cuestión que interroga nuestra intención de seguir.

El hombre crece y desarrolla su voluntad de crear, a su favor experimenta las múltiples razones de la existencia; pero qué le espera, es otro juego del lenguaje, es la ampliación de ese lenguaje, es la ampliación del mundo. La virtud del hombre es prepararse para morir, activar la conciencia de su finitud; sin embargo a través de los días se manifiestan hombres que han superado esa finitud porque la consideran una arbitrariedad, y por lo tanto, exigen continuación, permanencia. Quizá lo que buscan es perpetuarse en el otro, en la conducta y la actitud de su semejante, espejear el infinito en el cuerpo, en el recuerdo del que queda. Pero ahí está el tiempo, ahí el olvido. ¿Quiénes podrán ir más allá de su conjuro?

Hay que morir de frente, asumiendo el abrazo amoroso de la despedida. Aceptando el encuentro que nos une con la muerte de los que nos rodean, sabiendo que unos mueren antes y otros después. De nada sirve escondernos de la muerte, la propia o la ajena. Permitir que la muerte se quede por fuera es ocultarnos de la conciencia universal, del hecho natural, de la confirmación de nuestro carácter humano y por ende finito. El hombre es un ser limitado, incompleto y sólo traduciendo la vida en el tiempo con su reflexión sobre la muerte, harán que éstas se unan y al mismo tiempo constituyan, junto al amor, un equilibrio para el hombre que por temor a la muerte, muere. La angustia que nos aleja de la existencia, de la realidad de estar ahí en el mundo, hunde las posibilidades de comprender nuestro destino: el de conocer la muerte mientras vivimos. Hablo de ese ejercicio al que se han referido algunos filósofos y es el de preparar la muerte, el de aprender a morir. Anticipar la muerte es liberar el hombre solitario y, por tanto, enfrentarlo consigo mismo, darle razones para que la presencia oculta del amor contagie su miedo con la luz y el camino de su vida. Su miedo ya no le dejará tirado como una cosa que se pudre, como un dolor que carece de significado, como un silencio tras el que se esconden las palabras que lo comunicarán con el mundo. La mayoría de las veces solemos mentirnos y al engaño se le debe el que se nos oculte la vida y la muerte, que sea negada la claridad para acercarnos con calma a los acontecimientos que involucran una ruptura en nuestra vida. Necesitamos entonces, comprender ese desasosiego que es la presencia no vivida de la muerte, para llegar a la aceptación y a partir de allí incorporarnos y continuar, porque aún queda algo por hacer.

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Sigamos divagando: son varios los caminos para llegar a la gran meta. Pero, ¿cuál es la gran meta? ¿Acaso la virtud? ¿Acaso la muerte? ¿Quizá lo que nos espera más allá de la muerte? ¿Y es que hay un más allá? Todos los hombres buscan una solución al enigma de su vida, tratan de suceder los cuerpos que acompañan su trayectoria. De esta manera van obrando en función del aprendizaje y la felicidad, tratando de creer en lo que se les presenta como destino.

Este destino llega y se inserta en la acción cotidiana de los hombres asegurando una preescritura de lo que somos. Sin embargo, el destino puede ser transformado por nuestra voluntad, ésta es la que permanece en nuestra intención de vivir desde nuestras sensaciones y percepciones del mundo, sin intermediarios que nos obliguen a suspender nuestro vínculo con la realidad. De todos modos el lenguaje, los símbolos, los conceptos, las metáforas, son mediadores que nos permiten dicha relación. Pero éstos se pueden estructurar desde nuestra propia identificación con lo que ocurre.

Lo demás son imposiciones de la cultura que flotan y se acomodan en nuestra visión entorpeciendo el devenir. Los hombres, entonces, deberían recurrir a su propio sistema de comprensión e interpretación de las cosas y activar así la formulación del mundo que les pertenece. Estamos estrechamente ligados los unos con los otros; y eso da pié para imponer nuestras afecciones, nuestros pensamientos, nuestras derrotas. La gran meta es la liberación de nuestro espíritu, es la trascendencia, es la aceptación de nuestra muerte última, la verdadera muerte que nos rescata del mundo y nos lo regala. El olvido de nuestros amigos.

A la gran meta se le asigna entonces un carácter sagrado, una dosis de mística que nos revela a la divinidad que no es sino la proyección invisible de lo humano. De ahí que el poeta sea el sacerdote de lo invisible. De ahí que el filósofo sea el constructor de la metafísica y su relación con lo fáctico que nos rodea.

Y hablo de esto, porque en el Consultorio Filosófico también se establecen acercamientos a lo sagrado. Ahora bien, no todo el que se acerca al consultorio está buscando una terapia, es posible que sólo quiera referirse al sentido de algunos conceptos, de algunas palabras que le procuran derroteros y movimientos vitales en su camino por la vida. De ahí que en esta defensa haya intentado un discurso plural, aunque un tanto fragmentario. Pero sigamos.

Es por la indeterminada manera de asumir el mundo que nuestro espíritu aparece y desarrolla un acercamiento a lo sagrado. Esta cercanía se manifiesta en lo eterno que no es otra cosa que el momento vivido, el instante creado por nuestra condición. Esa relación entre lo sagrado y el tiempo de la presencia, se limita para dar precisamente la activación de la carga mística que se desenvuelve en el mundo. Por lo tanto, el misticismo crea límites, procura hechos estables y razones comunes que se interpretan en las inmediaciones del espíritu de un pueblo, de su biografía.

Para que esto suceda se debe activar la manifestación unificadora, se debe vivificar el lenguaje. Sin embargo, y como otros lo han dicho, lo sagrado no se cerca con muros, hay sagrado porque hay muros. Lo sagrado es la relación de nuestro encierro con la libertad de nuestro espíritu; es la angustia de nuestro cuerpo en contraste con nuestra habla maravillosa, con nuestro caminar y nuestra escritura. Es una mística del acá.

Hay quienes han estado encerrados, amurallados y su siglo de oro es permanente, ¿a qué todo esto? ¿Fuerza, paciencia, creación? ¿Acaso clarividencia, mirada que traspasa las cosas? Qué haría el hombre sin límites ni horizontes, qué sería de la libertad si no tuviésemos un despertar que nos condujera a un lugar más próximo a nosotros mismos. La verdadera libertad es la que nos permite estar en nosotros, la que nos dicta el momento exacto para avanzar y tumbar el muro que ha edificado nuestro miedo.

Sin embargo, ¿qué se necesita para que esos horizontes que la libertad plantea se abran? Para abrir los horizontes de lo que se necesita se buscan puntos de permanencia, lugares para que los días de la aventura no caigan en el abismo, en el retorno primigenio a la nada. Para crear vínculos con el mundo, el hombre se arriesga a perderse, se somete a la múltiple mirada de lo que acontece y a su manera vislumbra lo que de una u otra forma es llamado su mundo.

El hombre debe situarse en su propia dimensión, aceptar su propio riesgo de encontrarse con la pesadilla, con los fantasmas que lo habitan, debe nutrir su condición, pues es desde ella que sus vínculos crecen y por lo tanto es desde ellos que el mundo lo reconoce. Pero para eso hay que estar de la mano del tiempo transformado; de la visión plural pero unificadora; de la búsqueda serena que no nos deje tirados en el camino, en nosotros mismos como náufragos, en nosotros que somos el camino.

Saludo entonces, doy la bienvenida a las edades del hombre creador; rotundamente acojo el círculo donde cada uno de los que se abrazan aspira a su voluntad de crear, a su inmarcesible capacidad de enfrentar el mundo y sus cosas. Que los caminos deshabitados encuentren su luz, que los soles abigarrados tengan su lugar en la sombra.

Pero he hablado de los acercamientos que el filósofo como terapeuta debe tener en función del otro que lo visita y en este caso de mi propia intervención en la terapia. En otras palabras, hablo de lo que se ha presentado en mi praxis terapéutica y de lo que en ese diálogo reparador se ha fundamentado como posible, es decir como lo imposible de Lacan, o sea lo real.

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Algo imposible para muchos en el mundo de lo real, para otros lo único posible es el amor. El amor que es el que nos pone en las manos la libertad comprometida, el único que puede asistirnos con responsabilidad en el momento en que las fronteras se derrumban. Por eso el amor hace que Caín regrese para ser, no el asesino, sino el guardián de Abel.

La filosofía del amor es la filosofía de la totalidad del ser humano y de su unidad con lo divino. Con la divinidad que está llena de dioses, la divinidad que nace de la primera muerte del hombre: Dios abstracto e inmediato que no está mediado por ninguna iglesia, cuyo sustento es la palabra, la formulación poética, en cuyo designio está el movimiento constante que muchas veces se establece en la soledad y en el camino silencioso por el mundo. Un Dios que es la acción de nuestra voluntad de crear, de nuestra participación con lo que se presenta, de nuestra humanidad en vías de la condición liberadora.

Un Dios que es revelación y certeza de nuestra propia existencia, duda y crecimiento en la búsqueda de nuestra vida y de la muerte que la acompaña; participación y correspondencia, fuerza, paciencia, convivencia, sabiduría, evolución. Un Dios que es nuestra manifestación de amor por lo viviente, comprensión y respeto por la figura irrepetible del otro. Un Dios que comparte con nosotros la tragedia del mundo, que no la evita ni la provoca. Un Dios con sentido. Un Dios que nos atiende cuando despertamos a su presencia y no nos estorba cuando queremos olvidar.

Todo esto para decir que creo en un Dios íntimo y que su presencialidad se establece en la medida del amor que profeso al mundo. En el amor, donde logro acercarme al ser que soy por dentro, sólo en él puedo pensarme y pensar el mundo, llevar a cabo mi tarea. Es a través del amor que el hombre logra sus más grandes conquistas, que en una mejor medida podríamos llamar descubrimientos. Un Dios que moldeo mientras vivo. Una nada. Dios que no es.

Es en el amor como el hombre piensa el mundo antes de que éste suceda. Es pensando en el mundo, nombrándolo, como el hombre lo completa en su singularidad. Cuando el que piensa, ama, crea el mundo. El acto creador es un acto amoroso; el pensamiento creativo es una actividad guiada por el amor y en la que se desarrolla el entendimiento.

Si vemos metódicamente el cómo y el por qué de la energía, la voluntad, el tacto de los grandes creadores, nos daremos cuenta que de todas maneras, el múltiple contenido del amor le abre nuevas puertas a aquellos que esperan y exigen eternidad. Ocurre con la mayoría de los hombres que no saben cuál es su destino; pero aun así, deben caminar hacia él. Si hay un más allá, éste siempre sale de nosotros mismos, de esta manera el universo aún no pensado sólo se podrá pensar en el amor. Y para esto necesitamos fuerza; fuerza es lo que falta; sin fuerza no se logra nada; pero la fuerza ha de obtenerse también con fuerza.

No podemos distraernos hasta el rompimiento con el tiempo, la luz de un horizonte próximo nos restituye y nos recuerda que, de uno u otro modo, cambiamos, nos transformamos mientras el amor ocurre. Pero amamos la semejanza, la continuidad de nuestra certeza, la extensión de nuestro sueño. Aquello que representa nuestro deseo es a lo que en última instancia debe apuntar el genio del hombre creador, para de ese modo satisfacernos y satisfacerse él mismo y hacer de sueños y deseo una vía de acceso a la otra realidad que nos obliga a concentrarnos en la naturaleza y el espíritu.

Esta conexión de sueño y deseo apunta a la proyección del inconsciente en medida de lo sublime, a sacar a luz aquello que se fundaría en la creencia del amor; porque el amor es una creencia, una fe en la elección que hacemos de nosotros mismos como centro de una proyección personal, que se amplía cuando conocemos al otro y podemos decirle “si”; cuando se descubre a través del diálogo, la comprensión de los que se aman, potencia creadora que en determinado momento actúa como brújula y nos conduce al lugar que nos corresponde.

Hablo de lo que me interesa, de lo que puedo hablar. Como de la libertad que suele perderse cuando el fracaso nos gana la partida, cuando el rechazo, esa violencia que se inscribe en el acto amoroso, nos procura el sufrimiento que cobra de nuevo la significación simbólica del círculo fracturado, del abrazo inconcluso y dejado a nuestras espaldas. El sufrimiento es observar que a pesar de toda correspondencia que habita en los siglos, el amor no se ha convertido en una verdadera realidad humana.

Para muchos el amor es la única posibilidad de engañar a la muerte, para otros es la muerte misma. Lo que sí es sabido es que sólo si amamos, si vivimos plenamente el hecho de amar, podremos tomar conciencia de la muerte. Y si de una u otra manera el amor y la muerte se confunden, nunca se unen, porque sus finalidades los separan lentamente hasta que se pierden de vista: el uno está en comunicación con todo lo viviente, y la otra sólo apunta al vacío.

Debemos aprender a amar, hacer del contacto con el mundo una experiencia amorosa, entender que el amor es uno y el mismo, a pesar de las diferencias que nos involucran en el propósito común de existir y no engañarnos y más bien dejar en claro que, en el fondo, puede ser doloroso. De todos modos, si hablamos en cualquier momento de conocimiento y de trabajo, lo que hace que nada sea vano, es el amor.


13
Ahora quisiera cerrar hablando de algo que entre lo poco que he intentado decir permitiría dejar, de alguna manera, la puerta abierta. Y es sobre la esperanza, siempre la esperanza, no sabemos de qué, pero la esperanza. Anunciar los días es levantar promesas. No todos los hombres creen en Pandora, no todos los hombres anuncian su caja. La esperanza es una determinación de lo sucesivo, un acercamiento a la existencia abierta y en espera de lo desconocido que se cifra en la historia, en lo que sería posible. Por eso la esperanza es como la poesía que está hambrienta de realidad.

La esperanza es la apertura al dominio de lo insatisfecho, la prolongación de la sinrazón, la cumbre de la fantasía. La esperanza es vena abierta por donde se desangran los sueños, las expectativas, los pactos con el tiempo futuro que se construye desde ahora. La esperanza es el canto con el que los hombres se liberan y soportan la tragedia, siempre un día más, una ventana más por donde otear los días que se anuncian al paso de los días.

La esperanza es el secreto, lo último dado y nunca entregado a los hombres y a sus generaciones ascendentes. La esperanza es la conjunción de los tiempos, la mirada proyectada que atraviesa el muro, la dirección que el ritmo de los hombres establece para asegurar su estancia en los terrenos de la existencia. La esperanza es para no morir hoy, es para esquivar la muerte, es para retrasar el gran suceso. Amigos: la esperanza parece venir, pero en realidad está allá, escondida, esperando a los que la guardan de la trampa para que perdure y proteja la visión de sus hijos. Es por esto que no debemos esperar mucho, sólo actuar y ser pacientes ante esta trágica manera de asistir al mundo. Ser pacientes o en otras esferas levantar la mano contra nosotros mismos. Mas el hecho de pensar en la muerte por nuestra propia mano ya impele libertad, otra cosa es el hecho mismo y de eso nos hablan los fracasados del mundo. Aquellos que no se sienten partícipes de nuestra mascarada. A ellos nuestra absolución.

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